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El problema no es Roro; el problema es cómo nos relacionamos con las redes sociales
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Israel Merino

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El problema no es Roro; el problema es cómo nos relacionamos con las redes sociales

Estamos vendiendo nuestra intimidad en redes con el único fin de conseguir interacciones

Foto: La tiktoker Roro durante una entrevista en Antena 3
La tiktoker Roro durante una entrevista en Antena 3
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Un fantasma recorre TikTok: el de una veinteañera con ínfulas de personaje de Charlotte Brontë que excita a incels y provoca arqueos de cejas en el resto del cuadradito político.

Rocío Bueno, aka Roro, es quizá uno de los temas del verano, época de canícula en la que las agendas políticas se pausan y los periodistas nos vemos obligados a rellenar hojas de periódicos y minutos de televisión con lo primero que se cueza en cualquier olla de Overton —el año pasado, fijo que lo recordáis, inflamos la burbuja mediática con Daniel Sancho y Luis Rubiales —.

Esta temporada, para dar un descanso al lector con el tema de Pedro Sánchez y su mujer, nos hemos dejado atrapar por una espiral de pseudoteorías sociológicas relacionadas con la tal Roro, una de las tiktokers más virales del momento.

La chica, quien no llega a los veinticinco años aunque ya acumule más de tres millones de seguidores en aquella red social china de la que usted me habla, se dedica a hacer recetas de cocina aplicando la narrativa de la ama de casa; es decir, esta mujer madrileña ha montado todo un relato de servidumbre —luego hablamos de esto, pausa— que aprovecha para cocinar platos totalmente caseros, como mermeladas o guisos, con la excusa de que a su novio es lo que le apetece comer. La clave de todo esto, el asunto que no han entendido los incels que babean con ella ni sus férreos críticos, es que su negocio no va de compartir recetas o ser una traddy woman, sino de captar la máxima atención posible mediante la sobreexposición y un marketing viral polémico agresivísimo. Y esto es lo realmente preocupante.

Me sorprende que haya personas, casi todas jovencísimas, capaces de reventar su intimidad solo por cosechar cuatro likes

Hace una semana, pegué un brinco en la silla mientras gastaba el tiempo en Twitter. No diré qué chavala lo publicó por no alimentar más esa burbuja de mierda regida por Elon Musk, pero una cuenta aparentemente normal, de una usuaria cualquiera, subió en un tuit la captura de pantalla de una conversación absolutamente personal e íntima con su novio.

Como digo, la chica no era ni influencer ni famosa, pues no tendría más de 2000 seguidores, sin embargo, publicó sin ningún tipo de reparo una captura de algo tan íntimo que ni me voy a molestar en hacer una transcripción. El asunto podría quedar aquí, pero lo que me pareció todavía más grave fue la gigantesca conversación pública que esto desató, llegando a tener el tuit más de ochocientos citados con todo tipo de personajes opinando al respecto, a los que ella, creo que gustosa, respondía para generar todavía más debate: la chica había vendido toda su intimidad —y la de su novio— por un puñado de interacciones guarras.

De todo el debate sobre Roro, que me parece absurdo porque es prácticamente residual, es todo el tema de las traddys, estas chicas que buscan volver a los años cincuenta y solo follar para reproducirse, lo que realmente me parece grave es que una piba de tan poca edad haya decidido exponerse a tantísimas toneladas de odio y baboseo público solo por conseguir un puñado de relevancia y dinero.

Ahora cualquier cantamañanas puede polemizar su imagen en redes y levantar a su alrededor el polvo del debate público

En un mercado del famoseo exprimido y líquido, donde los celebrities duran menos que un constipado y cada semana sale un nuevo tiktoker o influencer que se olvida tan rápido como la matrícula de un taxi —pensad en el camarero de Tiktok: sus números ya están empezando a caer—, me sorprende que haya personas, casi todas jovencísimas, capaces de reventar su intimidad solo por cosechar cuatro likes.

Es innegable, y esto creo que es un mal transversal en las nuevas generaciones, que no sabemos cómo relacionarnos con las redes sociales; hemos cogido la fina capa que separa en Internet lo público de lo privado y nos la hemos fumado cuál porro de dry, y ahora no nos salvamos ninguno. Yo mismo me sobrepaso a veces publicando en Twitter e Instagram, donde me escudo en mi faceta como escritor y trato de convencerme de que estoy haciendo una elaboradísima estrategia de marketing cuando sé muy en el fondo que no es así: hemos normalizado despertar todo tipo de odios a cambio de conseguir un microgramo de relevancia pública.

Lo que en verdad está haciendo Roro es montar toda una campaña de odios a su alrededor —sabe perfectamente lo que es el marketing viral polémico— para que se hable de ella lo máximo posible; esta chica quiere levantar todo tipo de ampollas ideológicas con su cara y sus acciones solo para posicionarse en el centro del debate público, aunque sea para mal.

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Esta estrategia es más vieja que el hilo negro y las marcas llevan décadas usándola, sin embargo, ahora cualquier cantamañanas como tú y como yo puede polemizar su propia imagen en redes sociales y levantar a su alrededor el polvo del debate público. Hay que entender que esta no es una pobre chica a la que le han caído encima las peleas de la batalla cultual, sino una persona que conscientemente lo ha buscado.

Me parece tristísimo que tengamos que andar así, convirtiéndonos en marcas canallitas cuál Nude Project o Burger King solo para conseguir algo de relevancia. Como diría el youtuber Mozo Yefimovich, somos unos chonically online incapaces de salir al campo a tocar césped.

No vendamos tan barata nuestra intimidad.

Un fantasma recorre TikTok: el de una veinteañera con ínfulas de personaje de Charlotte Brontë que excita a incels y provoca arqueos de cejas en el resto del cuadradito político.

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