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Nueva York, años treinta: Julio Camba descubre los placeres de la comida rápida
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Nueva York, años treinta: Julio Camba descubre los placeres de la comida rápida

Capítulo III de esta serie protagonizada por viajeros que, con la excusa de descubrir gastronomías tan distintas como la española o la china, acabaron explicándonos cosas sobre la política, la cultura y lo pesados que somos los turistas

Foto: El Nueva York de los años treinta que vio Julio Camba. (EC Diseño)
El Nueva York de los años treinta que vio Julio Camba. (EC Diseño)

"¿Qué cosa extraña es esta que me ocurre a mí con Nueva York? Me paso la vida acechando la menor oportunidad para venir aquí, llego, y en el acto me siento poseído de una indignación terrible contra todo. Nueva York es una ciudad que me irrita, pero que me atrae de un modo irresistible".

Julio Camba había sido corresponsal de ABC en Estados Unidos durante la Primera Guerra Mundial y volvió a serlo en 1930, cuando el periódico le mandó allí para retratar las devastadoras consecuencias del crac del año anterior. Esas fueron las primeras palabras del primer artículo que publicó entonces. Y son equívocas. Porque en las decenas de crónicas que aparecieron en los años siguientes parecía, con diferencia, mucho más entusiasmado con la ciudad que irritado por ella.

De hecho, parece mucho más un turista que un cronista económico o político. Lo que más llama la atención de estos artículos, que luego fueron publicados en forma de libro con el título de La ciudad automática, fue su sorprendente fascinación por la gastronomía neoyorquina. Parece algo raro en un hombre que había exaltado siempre la cocina gallega y que poco antes había publicado un libro canónico sobre la comida tradicional española y europea, La casa de Lúculo. ¿Qué podía ver Camba en la cocina de esa ciudad?

placeholder La ciudad automática, de Julio Camba (Editorial Renacimiento)
La ciudad automática, de Julio Camba (Editorial Renacimiento)

La respuesta está en el título del libro: el automatismo. A Camba le entusiasmaba la imaginación de los estadounidenses para ganar dinero en mitad de una crisis brutal. Le fascinaba la extraña relación que mantenían los blancos y los negros en determinados barrios como Harlem. Le chocaba cómo lo más genuinamente neoyorquino era todo aquello que no procedía de Nueva York, como los judíos ortodoxos o la mezcla de acentos hispanos, griegos y árabes. Pero por encima de eso le impresionaba la mecanización de todo, el pragmatismo con el que se adoptaban las máquinas y las soluciones directas. Entre todo ello, para él, destacaban los establecimientos de comida rápida. En concreto, dos tipos. La cafetería (Camba insiste en que hay que pronunciarlo “cafitíria”) y el restaurante automático.

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“Me encantan los restaurantes populares americanos, especialmente los de self-service, donde cada cual se sirve a sí mismo”, decía. Le impresionaba el ritual de extraer un ticket, coger de una estantería una bandeja, servilletas de papel y cubiertos e ir a un mostrador en el que escogía lo que iba a comer y un empleado marcaba el precio en el ticket. La comida era buenísima, dice. “Roastbeefs humeantes, jamones recién salidos del horno, tajadas fresquísimas de rodaballo, frutas, jugos de frutas, toda clase de legumbres, una gran variedad de quesos y pasteles, buena leche, buena mantequilla, huevos magníficos, pan de trigo moreno o blanco”. En las mesas de mármol había “un aparato giratorio con aceiteras, vinagreras, saleros [y] azucareros” y unos empleados estaban siempre atentos; en cuanto un cliente se levantaba, corrían a retirar las bandejas para que se sentara otro. “En las cafeterías se suele comer muy rápidamente”, decía Camba, pero a él esa rapidez le impresionaba tanto que tardaba horas en comer mientras observaba ese espectáculo.

"Si la democracia espera alguna aportación del pueblo americano, que no espere una aportación política ni filosófica, sino mecánica"

Pero, para espectáculo de la eficacia y la mecanización, los restaurantes automáticos. “Yo entro en el restaurante automático y, con un dólar en la mano, me dirijo a un mostrador circular, donde una señorita muy rubia —las señoritas rubias tienen fama de ser menos pasionales y más automáticas que las señoritas morenas— me lo cambia automáticamente […] en monedas de níquel”. En las paredes del restaurante hay unas urnas de cristal dentro de las cuales se encuentran “los manjares más diversos y las comidas más variadas”. “Yo voy, vengo, doy vueltas y más vueltas, y cada vez que una cosa me apetece echo en la ranura los níqueles necesarios, y se produce el milagro. La urna de cristal se ilumina vivamente, suenan unos goznes, hay una puertecita que se abre.” Su comida favorita en los automáticos eran las Boston beans, dice Camba, que a fin de cuentas no eran más que judías con jamón.

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Camba siempre es irónico y no hay que tomárselo mucho en serio, pero insiste en que esos restaurantes son excelentes, mucho mejores que los más caros, en los que tanto los cocineros como los clientes se siente obligados a fingir que les interesa la alta cocina. Y afirma algo aún más trascendente: esos restaurantes baratos eran una institución nítidamente democrática, “en la que ningún hombre tiene que servir a otro hombre”. “Si la democracia espera alguna aportación del pueblo americano, que no espere una aportación política ni filosófica, sino una aportación mecánica”.

"Los americanos acabarán por libertar al mundo de la tiranía de la cocina, todo lo amable, grata, deliciosa que quieran, pero tiranía al fin"

Puede que en ocasiones le molestara la tendencia estadounidense al pragmatismo mecanizado, pero a Camba le encantaba Nueva York. Y también su comida, aunque uno sospecha que hay algo de provocación en un gastrónomo como él. “No es que los americanos no sepan cocinar. Es que no quieren hacerlo. Durante los dos o tres primeros meses de su estancia en Nueva York, uno se pasa la vida protestando contra la falta de cocina; pero luego esta falta de cocina se le aparece como una liberación. ¡Qué gusto el de poder tomar a cualquier hora cosas que no estén por obligación exquisitamente condimentadas! Los americanos acabarán por libertar al mundo de la tiranía de la cocina, todo lo amable, todo lo grata, todo lo deliciosa que ustedes quieran, pero tiranía al fin, y la humanidad se sentirá entonces mucho más joven que ahora. Será una humanidad un poco uniforme, desde luego, entre otras cosas porque carecerá de ácido úrico […] pero tendrá mucha más vitalidad y más alegría que la humanidad actual”.

Camba tenía tanto talento que, si le hubiera apetecido, habría dicho lo contrario y habría resultado igual de convincente. Pero qué gusto para los gastrónomos tener de vez en cuando la licencia, sobre todo cuando se es un turista, para abandonarse a los placeres de la comida rápida, homogénea y barata.

"¿Qué cosa extraña es esta que me ocurre a mí con Nueva York? Me paso la vida acechando la menor oportunidad para venir aquí, llego, y en el acto me siento poseído de una indignación terrible contra todo. Nueva York es una ciudad que me irrita, pero que me atrae de un modo irresistible".

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