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'El mal no existe': el equilibrio como arma antisistema
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'El mal no existe': el equilibrio como arma antisistema

Ganador del Gran Premio del Jurado y del Fipreszi en el último Festival de Venecia, el japonés Ryûsuke Hamaguchi estrena su misteriosa y sugerente oda ecologista

Foto: Hitoshi Omika es Takumi, el introvertido manitas del pueblo en 'El mal no existe'. (Caramel)
Hitoshi Omika es Takumi, el introvertido manitas del pueblo en 'El mal no existe'. (Caramel)

Los vecinos de un pueblo bucólico cerca de Tokio se reúnen en asamblea para decidir si aprueban la instalanción de un glamping -un camping glamuroso para ricos urbanitas- en sus alrededores. Los foráneos, dos marionetas humanas que funcionan como meros interlocutores de la empresa matriz oculta tras el proyecto del glamping, pretenden ignorar las razones de los nativos para paralizar el proyecto: la fosa séptica que proyectan construir no tiene capacidad para absorber los desechos de la máxima ocupación del glamping ni se encuentra en la localización apropiada, puesto que permeará hasta las aguas subterráneas contaminando cada día un poco más el río.

Foto: Hamaguchi ganó el León de Plata de Venecia en 2023 con 'El mal no existe' (EFE)

"El río siempre fluye de arriba abajo", resalta el anciano Suruga, el jefe de distrito, "todo lo que suceda río arriba [en el glamping], afectará abajo [es decir, a nosotros]". Esta línea de diálogo viene a resumir el conflicto central de El mal no existe, la última película del japonés Ryûsuke Hamaguchi. Y de la toda la humanidad, si me apuran. Lo que ocurre arriba afecta abajo. Así de simple y todavía tan complejo.

Ganador del Gran Premio del Jurado y del Fipreszi en el último Festival de Venecia, el último trabajo de Hamaguchi propone una retórica pacíficamente antisistema tanto en el fondo como en la forma. Nada en la manera de relatar esta historia de conexión íntima con la naturaleza responde la los principios consuetudinarios de la escritura cinematográfica: la rutina fluye frente a la cámara sin saber bien el espectador cuál es el mapa de ruta, la cámara propone una mirada sugerente y no inductiva, el montaje divide cada acción en dos puntos de vista, la fotografía pasa del naturalismo al onirismo, el tiempo es elástico y la interpretación abierta.

placeholder Hana (Ryo Nishikawa) es la niña protagonista de 'El mal no existe'. (Caramel)
Hana (Ryo Nishikawa) es la niña protagonista de 'El mal no existe'. (Caramel)

Como un Kelly Reichardt oriental, la mirada de Hamaguchi se concentra en los procesos y en una suerte de oposición entre el sistema natural, sus equilibrios y sus dinámicas, y el sistema artificial impuesto por el capitalismo. Si en First Cow (2019), Reichard explicaba la concentración de los medios de producción en manos de una oligarquía a partir de la historia de las primeras vacas que pisaron suelo estadounidense, en El mal no existe, Hamaguchi se ancla en el presente para explicar la desestabilización del ecosistema que provoca una forma de consumo extractiva voraz incluso en su concepción del esparcimiento y el relax. Toda acción humana, además, provoca un efecto en su entorno y, aunque mínimo, se va acumulando hasta incurrir en el desequilibrio. Hamaguchi eleva la importancia del detalle, de las pequeñas acciones, de lo imperceptible.

Resulta curioso cómo desde la pandemia Hamaguchi (Kanawa, Japón, 1978) se ha convertido en un fenómeno dentro del cine de autor. En 2021 estrenó dos largometrajes, Drive My Car -nominado a cuatro Oscar, de los que ganó el de Mejor película internacional-, y La ruleta de la fortuna y la fantasía -ganador del Premio Especial del Jurado en la Berlinale-, lo que le coronó como el director japonés de moda en Occidente, recogiendo el testigo de Koreeda. Pero, en realidad, la trayectoria de Hamaguchi se remonta a principios de los 2000, con una quincena de películas que no consiguieron pasar los muros Índico y Pacífico hasta que Happy Hour (2015) compitió por el Leopardo de Oro en Locarno.

placeholder Ayaka Shibuti es Mayuzumi y Ryuji Kosaka es Takahashi. (Caramel)
Ayaka Shibuti es Mayuzumi y Ryuji Kosaka es Takahashi. (Caramel)

La escueta trama del glamping y los vecinos del pueblo ficticio de Mizubiki es la excusa para que el director se recree en el retrato de un paisaje natural que se comunica con los personajes en una relación simbiótica y que se revuelve cuando intentan herirlo. Todo el tiempo tenemos la sensación de que es el paisaje, a través de la cámara, quien vigila a los personajes desde la distancia.

Las imágenes poético-documentales de Hamaguchi resaltan la belleza virginal del entorno al principio, casi sin aparente intervención humana: vemos la rutina de Takumi (Hitoshi Omika), "el manitas del pueblo", como él mismo se describe, y el padre de Hana (Ryo Nishikawa), la niña protagonista. Vemos a Takumi rellenando unos bidones directamente de las aguas cristalinas de un arroyo -un agua que reparte por el pueblo-, y después paseando con su hija, explicándole las diferencias entre un árbol y otro, descubriendo ante los ojos infantiles las conductas de los ciervos, que no difieren en su esencia de las de los humanos: protección y aprovisionamiento.

placeholder El protagonista corta los troncos de los árboles. (Caramel)
El protagonista corta los troncos de los árboles. (Caramel)

El mal no existe retrata bien la teatralización -ese término tan de moda- de las intenciones y la burocratización excesiva en la que está instalada la sociedad primermundista. También cómo en este mercado laboral hipercompetitivo en el que no hay lugar para la pausa, la reflexión y la reorientación, ninguno de los personajes urbanitas (Mayuzumi y Takahashi) se encuentran en el lugar en el que querrían estar. Y cómo en la cadena trófica empresarial siempre hay alguien misterioso y opaco más arriba, por lo que el trabajador nunca tiene una capacidad real de acción. O eso cree hasta que es testigo de otra forma de comunidad en aparente armonía.

Párrafo aparte merece la música de Eiko Ishibashi, cantautora japonesa responsable de la banda sonora de Drive My Car y que repite en esta ocasión, acreditada además como coguionista. Hamaguchi e Ishibashi también han colaborado en GIFT, el germen de la película, un proyecto en el que el videoarte paisajístico de Hamaguchi acompaña la música de Ishibashi. Volviendo a El mal no existe, la banda sonora de Ishibashi se hace presente desde un primer momento a través de la disonancia, como empujando a una segunda lectura de las imágenes, anticipando un manto de terror o misterio bajo la superficie idílica del terreno, explicando una naturaleza dual que pasa de la orquestación orgánica de lo que parecen violines, violonchelos, flautas, guitarras y baterías a una experimentación del tipo drone con sintetizadores.

Todas las pequeñas tramas de El mal no existe acabarán confluyendo -al igual que el nudo central de la historia- por acumulación en un final desconcertante para quien busque una interpretación cerrada y atada, mientras que se ofrecerá como sugerente a quienes se dejen llevar por la sugerencia de las imágenes casi evanescentes de los últimos minutos. El mal no existe es, sobre todo, una película a contracorriente, aparentemente divagante y contemplativa, donde la grandiosidad del universo asoma en el más pequeño y cotidiano de los gestos.

Los vecinos de un pueblo bucólico cerca de Tokio se reúnen en asamblea para decidir si aprueban la instalanción de un glamping -un camping glamuroso para ricos urbanitas- en sus alrededores. Los foráneos, dos marionetas humanas que funcionan como meros interlocutores de la empresa matriz oculta tras el proyecto del glamping, pretenden ignorar las razones de los nativos para paralizar el proyecto: la fosa séptica que proyectan construir no tiene capacidad para absorber los desechos de la máxima ocupación del glamping ni se encuentra en la localización apropiada, puesto que permeará hasta las aguas subterráneas contaminando cada día un poco más el río.

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