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De la Guerra Fría a Larry Bird a Jayson Tatum, el adiós de la última gran voz de los Celtics
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EL PILOTO DE ÉLITE QUE SE HIZO NARRADOR

De la Guerra Fría a Larry Bird a Jayson Tatum, el adiós de la última gran voz de los Celtics

Por la despedida, tras una vida improbable y cuatro décadas al micrófono, de una de las voces que rimaban las proezas de Bird, los ardores de Garnett y los sueños del joven Tatum

Foto: Mike Gorman en su despedida. (Cortesía Boston Celtics)
Mike Gorman en su despedida. (Cortesía Boston Celtics)

Poco antes del partido, el primero de todos, cuando Fernsten y Robey hacían la rueda como quien saca brillo al parqué, Gorman se agachó a por su carpeta nueva, junto a cables y trifásicos, viejos como el Garden, sacó unas cuartillas que empezó a ordenar cuidadosamente en la mesa y que distrajeron a Heinsohn, sentado a su lado, grueso y ceñudo.

Oye, qué coño es eso.

–Son... algunos datos. Nos vendrán bien.

Tom Heinsohn agarró los papeles y de reojo los tiró bajo la mesa.

Olvida esa mierda, esto va de contar lo que veamos. ¿Está claro?

Y Gorman, que era menos metódico que apacible, se dio al panorama y directo, como Heinsohn quería, naciendo así la pareja menos entregada a la estadística de toda la NBA en las siguientes cuatro décadas, hasta la muerte de Heinsohn, en noviembre de pandemia, con el nervio del primer día y los achaques del último. Con su adiós, se partía el estéreo de los Celtics, arpa e histrión, que parecía poder durar toda la eternidad.

Desde entonces, a Mike Gorman se le advertía al micrófono una nota menos, un suspiro de más y el paso rápido, modesto, a su joven compañero, Brian Scalabrine, menos tonto de lo que parecía, de mascota campeona de 2008 a reemplazo de Heinsohn nada menos. Si al difunto Johnny Most, la voz del infierno, lo acabó consumiendo el tabaco, a Gorman lo hizo el adiós de su amigo y un saber cerrar a tiempo; a Gorman lo fue matando esa anual patada que la NBA propina a toda emisora local por primavera, cuando los gigantes propietarios de los derechos barren como el polvo a los que llevan un quintal de partidos encima. Gorman aceptaba el negocio, qué remedio, pero llevaba mal ese revés, o sea privarle de trabajar. Gorman fue siempre la voz del aficionado local, otro animal de la radio al que las cámaras incordiaban.

placeholder La voz del Garden, ovacionado. (Getty Images/MediaNews Group/Boston Herald/Matt Stone)
La voz del Garden, ovacionado. (Getty Images/MediaNews Group/Boston Herald/Matt Stone)

El destino es a veces cosa de dados y Gorman hijo de otra época, de cuando enganchar un trabajo era cosa de llamar a una puerta, o una conversación entre hombres que lo mismo terminaba en un bar de madrugada, y un ebrio apretón de manos sellaba el acuerdo. Gorman era hombre de cuando la vida era más dura, pero tal vez más sencilla y verdadera.

Mike Gorman vino al mundo en Dorchester, un codo de Boston que en los años cuarenta olía a industria católica. Hijo de una secretaria de oficina y un agente seguros, era el menor de tres hermanos, y de su infancia recuerda sobre todo el hábito de monaguillo en la parroquia de St. Brendan Parish, y ganarse sus primeros dólares, apenas unos centavos, vendiendo ejemplares del Boston American en una concurrida avenida del distrito. Cuando solo le quedaba uno lo hacía suyo, y se reclinaba en la acera a meterse en la sección de deportes, a devorar lo que allí se contaba. Por alguna razón lo prendaba el baloncesto, y siendo un mocete, aquel orgullo local y cercano, aquella gloria de los Celtics.

Un día, con los amigos del barrio, idearon un sistema para meter el hocico en el viejo Garden. Por uno de sus fondos apilaban unos palés a modo de escaleras donde se encaramaban para ver, si es que podían ver algo, a través un vomitorio abierto en la fachada, de la que caían con peligro en cuanto un guardia asomaba el gaznate. Alguna vez pudieron colarse dentro, por los ventanales abiertos, cuando el Garden era una olla de humanidad y de humo.

El joven Gorman fue, como en todo lo demás, un estudiante normal, primero en Latin School y después en Boston State College, también en su equipo de baloncesto. Se defendía como base y escolta, y poco más. Cuando llegó la graduación, en 1969, fue seleccionado por el equipo de la Armada, para lo que era necesario alistarse en el ejército y elegir algún destino profesional allí dentro. Al joven le dio por cursar prácticas en la Aviación, hacerlo tan en serio que se hizo piloto, muy diestro y valorado por sus superiores. Y ahí su vida dio un giro radical, de la práctica al terreno, al escuadrón Brunswick, por la Academia de Maine, aviador de la Armada durante siete/ocho meses al año a sobrevolar el Atlántico en operaciones especiales de reconocimiento, un patrullar las aguas escoltando submarinos estadounidenses y detectando a los rusos, del estrecho de Gibraltar al Mediterráneo dentro. Eran años de Guerra Fría, de soplar información y descifrar mensajes en clave. Cuando algún submarino ruso se sabía detectado, la nave terminaba por salir a la superficie, y desde los aviones, Gorman y el resto de pilotos hacían círculos en el aire, y lanzaban unos enormes paquetes al agua, paquetes con snacks, coca-colas, cigarrillos y revistas Playboy, como un néctar de América.

placeholder Tom Heinsohn y Mike Gorman. (Cortesía Mass Broadcasters HoF)
Tom Heinsohn y Mike Gorman. (Cortesía Mass Broadcasters HoF)

Era una forma de hacer ver a los rusos que eran misiones de paz, y dejarles pequeñas muestras del modo de vida americano, cualquier cosa que pudiera hacerles ver las mejores condiciones del mundo occidental que defendían. Gorman esgrimía una sonrisa cuando los soviéticos, en cubierta, saludaban al escuadrón antes de desaparecer. Una prueba, a fin de cuentas, del absurdo que suponía todo aquello entre siervos de ambos bloques.

Una mañana, cerca del verano de 1972, al despertar en su camastro en la base gaditana de Rota, ojeando el parte semanal, Gorman vio que su siguiente ruta saldría en un par de días para sobrevolar la costa este de la península. En la víspera, horas antes de salir, un superior canceló su presencia en la patrulla. “Mike, mañana te quedas, hay trabajo atrasado”. Por solventar informes y papeleo. El resto de la compañía saldría a primera hora en uno de aquellos cuatrimotores que tanto rugían. Poco después de despegar, la aeronave quedó atrapada en un denso banco de niebla que parecía no tener fin, y desde la torre de control poco pudieron hacer. En unos minutos el avión se estrelló en una escarpada ladera de Sierra Nevada. Murieron todos, catorce pasajeros a bordo, un gravísimo accidente del que la inteligencia debía guardar secreto.

Gorman nunca superó aquella tragedia, y durante un tiempo se apoderó de él un sentimiento insoportable de culpa por haberse librado de ella. De vuelta a su país y presente en el funeral, se dijo que aquella aventura había llegado a su fin. Cumplió su cometido en la reserva y unos meses después regresó a la vida civil.

Foto: Vin Baker celebra el título de los Milwaukee Bucks. (Milwaukee Bucks)

Volver a casa de sus padres sin más horizonte era como empezar de cero. O no empezar, porque Mike se dejó un poco, síndrome del regresado, entre la lectura de crónicas del Herald o el Globe, y unos Celtics otra vez campeones. El barrio se había vaciado de amigos, unos casados y otros movidos a trabajar fuera. Y ahí empezó a llevar mal las miradas reprobatorias del padre, que en silencio decían, ¿vas a hacer algo con tu vida?

Un día, un compañero de brigada se acercó a verlo, y durante la cita le dio una idea: “Oye, si tanto te gusta el deporte, ¿por qué no pruebas en alguna emisora o cadena local?”. A Gorman le sedujo la ocurrencia, o tal vez levantarse del sofá. Así que una mañana cogió el coche de su padre y se presentó en los estudios de la WBZ, no muy lejos de casa, con la suerte de encontrarse a solas con Gil Santos, una de las voces de radio más conocidas del área. Gorman hablaba lo justo, pero esta vez debía hacerlo. Santos escuchó aquellas peripecias del joven, de aviones y submarinos, rusos y bases lejanas, el chico le cayó bien, como entra a pelo el patriota llegado de misiones y guerras. El cargo hizo una llamada, mintió piadosamente por la experiencia que Gorman no tenía y lo envió a New Bedford, a una pequeña estación radiofónica, la WNBH. “Es una entrevista, vas de mi parte”.

Fue llegar allí, y el tipo al mando abortó la cosa de entrada: “Oye, ¿sabes jugar al softball?”. Que al equipo de la emisora le faltaba un jugador y esa tarde se jugaban mucho en la liguilla de medios. Gorman accedió, anotó un par de home runs, la emisora ganó el partido y por la noche todos terminaron de celebración en un bar. En el calor del alcohol y la noche Gorman aceptó la oferta, un trabajillo, un buscar los discos que sonarían en los programas y llevarlos al estudio, un trajín de subir y bajar plantas como quien dice, 150 pavos a la semana. Pasó un tiempo, a Gorman le atraía el micrófono, hizo algunas preguntas, recibió unas cuantas largas y un día, el responsable de la emisora le dijo que si era capaz de vender sus propias cuñas de publicidad podría empezar con algún partido de High School, que allí los había a granel. Gorman se pateó la calle, gozó de la experiencia comercial de su padre, y en unas semanas apiló unas cuantas cuñas a quince pavos la unidad. Ya tenía su espacio, arrancó, no lo hacía mal y recibió una última consigna: “Oye, chico, si el hijo de algún gerente juega en el partido que hagas, no dudes en alabarlo y exagerar. Nos vendrá bien”. Sin darse cuenta, Gorman era ya reportero y locutor para la WPRO, y en poco tiempo daría el salto a la pequeña estación de TV que retransmitía los partidos de la Universidad de Providence. El destino corría a favor, otra vez los dados, que entonces el director del centro, Dave Gavitt, andaba rematando una nueva Conferencia, que llamarían Big East, y necesitaban voces, voces limpias como la suya.

Foto: Ilustración de Ja Morant. (Cortesía de Justin Hunt)

Y un día Gorman se vio formando pareja con el antiguo técnico de Seton Hall, Bill Raferty, para emitir los partidos de los lunes en la recién creada ESPN. Aquella Big East era un auténtico pastel de grandes nombres, a órbitas de la guardería protestante y protestona de la horda escolar.

A principios de 1981 una productora, Prisma Broadcasting, quiso unir en las retransmisiones de los Celtics a aquel narrador ágil de la Big East y al imponente Tommy Heinsohn, que cuando dejó de entrenarlos aparecía puntualmente en colaboraciones sueltas.

Quiero que seáis la voz de los Celtics, creo que encajáis bien.

Igual que había encajado con Teri, que conoció en la cadena y con la que se acabaría casando, un poco a medias con el micrófono.

Gorman sentía un gran respeto por Heinsohn. Era una leyenda en su propia vida, testigo de sus diez títulos como jugador y técnico, un emblema en Boston. Y también lo intimidaba un poco, más bien de cerca, como si hubiera que pagarle por sonreír. No más que apariencias.

Foto: El ex entrenador de los Golden State Warriors, Don Nelson, saluda a Stephen Jackson, en 2019. (Getty Images)

En adelante la química entre ambos se fraguó, como en tantas parejas de éxito, por contraste. Heinsohn era la voz grave y belicosa, el desahogo contra el silbato hostil, la turba bajoirlandesa en la taberna/caverna. Gorman, en cambio, actuaba como un reloj de sobremesa: cadente y sin la menor estridencia, manejaba sus tiempos, interviniendo en lo mínimo y al mismo tiempo solo en lo importante. Y nunca, nunca jamás, daría muestras de su estado de ánimo porque el tono de su narración, minimalista y aguda, sería siempre el mismo; había algo de inglés británico en sus expresiones, cortas y sincopadas, como si ahorrara palabras. A su óptica, lo importante era trasladar a la audiencia que pasara lo que pasara, todo iba bien. “Es tan sereno como una siesta”, lo definió un ejecutivo de la cadena. Su voz era tan sedante que cuando había que acostar a su hija y leerla un cuento, la pequeña nunca le pasaba una: “No, así no, pon la voz que pones en la tele”.

Una vez, con la pareja mascando un partido en Orlando, uno de los monitores comenzó a echar humo, una pequeña llamarada y el cacharro se puso a arder. A Heinsohn se le escucharon cuatro soflamas de qué coño estaba pasando, y Gorman siguió con el partido como si nada. Paul Lucey, un productor de NBC, remató así el asunto: “Podría ponerme a hacer el payaso delante de él y los espectadores ni lo sabrían”. A Gorman era imposible alterarlo o discutir con él. Cuando Heinsohn, en privado, se ponía volcánico Gorman lo dejaba pasar. Solo una vez, en cuarenta años, no lo hizo. Fue a mitad de los noventa, cuando los Celtics no alentaban mucho humor, y tomando algo en un restaurante antes de pisar el pabellón Heinsohn, sin venir a cuento, le vino a retorcer la fibra. “Mi trabajo es el difícil, el tuyo puede hacerlo cualquiera”. A Gorman le dio por rebatirle, Heinsohn nunca cedía, la cosa se fue acalorando y tuvieron que separarlos. Luego hicieron el partido, y al término, en el autobús al hotel, el viejo le dio uno de sus abrazos de oso y allí acabó todo.

Gorman definió una vez su relación. “Cuando hacemos los partidos siempre siento lo mismo: somos dos viejos amigos viendo a nuestro equipo con unas cervezas”. Y eso que no parecía posible ser tan distintos. Heinsohn, por ejemplo, aprobaba al joven técnico Brad Stevens de arriba abajo, una mezcla de sacristán y superdotado, pero no podía con aquel primer vicio de los grandes tirando triples, un sacrilegio de vagos. Gorman tuvo que intermediar con él para evitar algunas salvajadas que el viejo soltaba en cada cierre de micro, como matar a Jared Sullinger o al árbitro de turno, por no dañar a Stevens, por no dañar a los Celtics. Al hombre que empapaba sus pipas en whisky, escribía Lowe, “se la suda lo que piensen los de fuera (de Boston)”. A Gorman no, que llevaba un diplomático dentro y tal vez aún el monaguillo.

A partir de 2012 la salud de Heinsohn inició un lento deterioro que alguna vez, doblado por la fatiga, causaba su baja. Poco a poco las iba llenando el popular Scalabrine, incontenible al principio por demostrar, un no parar de hablar y trompicarse. Con su pausa de péndulo Gorman le advirtió: “Eh, ve tranquilo, somos tres: tú, yo y el público que nos escucha. Ellos también necesitan su turno”. En ese turno caben todos los silencios de Gorman en medio siglo.

En Estados Unidos hay toda una mitología de la narración deportiva. A Gorman le costaría años hacerse con una etiqueta, un emblema sonoro que llevara en adelante su nombre y estilo. Al principio, muchos no entendían bien aquella cadencia monosilábica, como más propia del tenis. Yes/No/Got it/Oh/Good pass/Celtics win. Y resulta que eso era Gorman, masaje y caricia, el turno del baloncesto, pasado luego por sus gafas y su voz a media asta. Solo la alzaba cuando tenía que imponerse al Garden, en tantos y tantos hervores que tuvieron, sobre todo, a Bird de protagonista.

En tanto tiempo las rutinas en Gorman apenas cambiaron. Día de partido, siesta de media hora, café y un rato al teclado, a revisar los correos que Dick Lipe le enviaba a diario, un scouting del próximo rival, que ahora, sin su amigo, ya no temía dejar los papeles sobre la mesa. De vuelta a casa, cuando ya no tenía a quién contar cuentos, se relajaba con una Gibson, por no perder los dedos el hábito de las cuerdas, que las suyas, las vocales, dijeron basta hace unas semanas. “…so Boston, thank you, good night”, que así se despidió, como un partido más, sin gestos ni lágrimas, solo aquella sonrisa redonda de uno de los últimos hombres que por verlo, lo había visto todo: de Russell a Bird al Big 3 a los Jays, por cuyo abrazo de madrugada tras un anillo llegó a soñar junto a su viejo camarada.

Hace años, cuando dejó el Upper Manhattan, cuatro horas en coche para ir a trabajar, Gorman se instaló a un par de bloques del Garden, con vistas al Zakim Bridge, tras el cual se levantaba el viejo Garden donde él y su cuadrilla se turnaban para colarse, con suerte, por un ventanal. Muchas veces, al salir del nuevo edificio, le pareció que aquello debió ocurrir en otra vida, como eso de pilotar aviones en tiempos de guerra y paz.

En esto de las voces del deporte, van quedando menos de las adscritas a un equipo a largo plazo, como el eco de ese uniforme para dos y hasta tres generaciones. A fin de cuentas, como decía Adam Himmelsbach, autor de uno de sus mejores perfiles hasta la fecha, todo aficionado de menos de cincuenta años solo habrá conocido una misma voz haciendo a su equipo de toda la vida: en el caso de los Celtics, esa voz será, habrá sido la de Mike Gorman.

Poco antes del partido, el primero de todos, cuando Fernsten y Robey hacían la rueda como quien saca brillo al parqué, Gorman se agachó a por su carpeta nueva, junto a cables y trifásicos, viejos como el Garden, sacó unas cuartillas que empezó a ordenar cuidadosamente en la mesa y que distrajeron a Heinsohn, sentado a su lado, grueso y ceñudo.

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