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Taylor Swift, contigo empezó todo: el Madrid reina en los designios del fútbol (y en Europa)
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Ángel del Riego

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Taylor Swift, contigo empezó todo: el Madrid reina en los designios del fútbol (y en Europa)

Mientras el Bernabéu enfurecía a vecinos y hacía felices a las 'swifties', los madridistas preparaban un nuevo asalto a la final de la Champions League con resultado feliz

Foto: Vinícius, aclamado por los aficionados. (Europa Press)
Vinícius, aclamado por los aficionados. (Europa Press)

En los días anteriores a la final, los jugadores del Madrid se comportaban como viejas estrellas del cine mudo paseándose por el fondo de un escenario de cartón. Los alemanes estaban callados, bien construida su casita en los Alpes hecha con la humildad de un equipo metalúrgico con una afición siempre cantando a las puertas. En el Santiago Bernabéu tocaba Taylor Swift, una heroína Disney hecha con el mismo vacío que reina en el universo. Era otro gran éxito del club merengue. Todos los números se desbordaban en el templo blanco. La misma artista miraba fascinada el gigante techado.

Una semana antes, Kroos se despedía del fútbol. El Madrid se quedaba sin su estrella polar. Todos lloraron sobre el césped. Fue un anticlímax que duró varios días. El sábado se jugaba una Copa de Europa y nadie se daba por enterado. El marcador sentimental del hincha ya la había descontado. La afición bordaba la Decimoquinta en la nueva camiseta. Y de todos es sabido que lo que se piensa en los bordes del Bernabéu, es el imaginario del que come el equipo.

Las aficiones ocupan Wembley. El Real siempre juega fuera de casa en las finales, aunque sea la afición más grande del mundo. Pero una hinchada con un difuso sentido de pertenencia, no militarizada, distinta a los alemanes del Borussia Dortmund. El madridismo es un ejército de la imaginación a la manera de los dioses antiguos que vivían en castillos hechos de jirones de espuma allá en lo alto, ocultos tras las nubes.

Suena You´ll never walked alone. Es Wembley y Klopp sonríe desde la grada. La afición germana lo canta como si le saliera de sus propias entrañas. Klopp se abraza a sus compañeros y los madridistas nos hacemos conscientes de lo que somos para el mundo. El destino. El ángel caído. Un agujero negro en el centro del universo que se traga galaxias enteras que producen un brillo extraordinario antes de ser engullidas.

placeholder Klopp, en el palco durante la final. (Reuters/Carl Recine)
Klopp, en el palco durante la final. (Reuters/Carl Recine)

La decepción de Klopp

Y hoy Klopp lo volverá a saber una vez más.

Surgen en la televisión los iconos de siempre. Como en Eurovisión cuando sale Massiel. Primero es Mijatovic, quien comenzó la saga y debe salir siempre antes de las finales del Madrid. Es algo más que superstición. Es un ritmo histórico que ha sedimentado: un rito. Hablan de Bellingham, de Vinícius, de Courtois, mientras la afición del Dortmund canta sus aires de guerra. Sale entonces Butragueño, tan tranquilo y en paz como un tirano besando a sus hijos antes de dormir. Con Butragueño sobre el césped, desaparecen los alemanes en las gradas. Sólo está él y sus palabras de las que solo nos quedamos con su melodía. Y nos calma. Y nos prepara para lo que viene.

Minutos antes de que empiece el encuentro salta Lenny Kravitz con esa pose de rockero de mentirijillas. Los madridistas desearíamos un show más castizo. Por ejemplo, Pepe haciendo una performance con Casquero para exigir a los gobiernos la paz mundial y la imposición efectiva del 4-3-3.

Y en eso, comienza el partido.

El guion ya estaba escrito y se siguió de forma insuperable. Un par de minutos de tanteo y el balón que de repente se convierte en el objeto más pesado del universo. Los borussios no parecen gran cosa, son sencillos pero sacan el balón al límite. En el Madrid se ha deslizado el imaginario del hincha, esa arrogancia, y es un equipo en coma, sin tensión ni drama y ni siquiera lo salvaje se respira. No hay bajos fondos. Sólo una pelota que se pasa con cierto miedo y el ver venir al enemigo, que hoy —al parecer—, viste de amarillo.

Foto: Dani Carvajal celebra el gol marcado al Borussia Dortmund. (EFE Kiko Huesca)

Sólo Carvajal parece atento al peligro. Bellingham se cae, se trastabilla, parece una diva en tacones en un día de lluvia. Ellos se desatan y comienzan a jugar como un equipo de fútbol. Ya saben, disparos desde fuera del área, balones divididos y pases a la espalda de la defensa. El Madrid carraspea, se queda ligeramente contrariado ante el asalto a comisaría. Y los germanos empiezan a hilar ocasiones en su contra. Carvajal falla y Carvajal salva in extremis cuando el extremo borussio ya había regateado a Courtois. Muchos alemanes llegan a las puertas como se había avisado por megafonía pero la mitad del Madrid, sigue sin darse por aludida. Los tres de adelante no bajan, no compiten, no respiran casi. Ellos están ahí para ganar y para salir en las portadas. Al fin y al cabo, nadie se acuerda de una basculación.

El Borussia Dortmund es un sistema. El Madrid es una suma de heroicidades en horas bajas. Sólo Vinicius lo intenta por su banda. Desgarrado, desesperado, sin muchas ilusiones. Los blancos son maniquíes en un escaparate, todo aquello que se dice de ellos era verdad. Hay frío en la grada blanca y una ilusión salvaje entre los de Dortmund. Ahora sí. Por fin. El rey lagarto va a caer junto a todo su séquito y de la peor manera. Contra los humildes de este mundo. Contra un equipo alemán de donde pescaron a ese figurín inglés, incapaz de meterse en el partido, esquivando los balones como si dentro de cada uno, habitara el demonio.

Cada pérdida del Madrid, era una ocasión alemana. Bajaban por un tobogán, como lleva haciendo el Dortmund 12 años, y en la media punta, Brandt surtía de cuchillos a los delanteros. A ese Füllkrug que era como un caballo saltando sobre las líneas enemigas.

Rodrygo no había nacido en el partido y Bellingham seguía dando vueltas sobre su propio cadáver. No había ocasiones blancas, no había juego, no había belleza y cada jugador parecía estar en proceso de descomposición. Quizás nadie sabía que jugaran una final. Ya se sabe, los jugadores están un poco fuera del mundo, y a veces uno se olvida de la misma razón de la existencia.

placeholder Rodrygo estuvo gris en la final. (Reuters/Carl Recine)
Rodrygo estuvo gris en la final. (Reuters/Carl Recine)

¿Por qué luchamos?

Esa primera parte duró una eternidad. Los alemanes construyeron minuciosamente todos los puentes hacia la victoria pero la victoria no llegaba. Sus enemigos parecían vacíos, un conjunto sin alma ni sistema al que mantenía vivo algún espíritu absurdo de esos que los niños aprenden en catequesis. El Dortmund no paraba de correr, su horizonte se iba ensanchando y parecía cada vez más amplio, más confortable, más real. Pero estaba siempre a la misma distancia. La misma que al principio del partido. La misma que una semana antes.

Eso es la victoria para los adversarios del Madrid. Un horizonte siempre a punto de ser alcanzado. Pero que se mantiene inamovible.

Hasta que desaparece.

Y cuando lo hace, desaparece para siempre.

En el Madrid no había tranquilidad. Fede Valverde, Camavinga y Carvajal se desgarraban en cada alambrada. Courtois volvía a ser el guardián del cuento. Los centrales eran superados pero en la siguiente escena, volvían a sus puestos como si nada hubiera pasado. No era como contra el City, donde los blancos aceptaron su inferioridad y compitieron desde ahí, en paz consigo mismos, resistiendo hasta los penaltis.

No. El Madrid estaba desubicado y con un ánimo extraño. No era el tiempo de las finales el que corría para sus jugadores. Cada uno tenía un contador aparte y en ningún caso se lograba una melodía conjunta.

A Hummels le iba la vida en cada lance. Nadie del Madrid tenía esa densidad. Nadie del Madrid estaba tan dentro del partido.

Pero aún así llegó el descanso. Y el horizonte seguía allí. Empate a cero. Todas esas magníficas construcciones del Borussia Dortmund habían sido arte efímero.

Ancelotti hizo un ajuste importante. Puso a Bellingham de delantero y a todos los demás a defender en el medio. No más huecos. No más transiciones alemanas. Metería al Madrid en la final cavando zanjas hasta que, en una de ellas, encontraran una ciudad subterránea donde Kroos oteara los goles y Vinícius disparara el gol en la boca de los germanos.

Foto: Los jugadores del Real Madrid levantan a Toni Kroos tras vencer en Wembley al Borussia Dortmund. (David Ramos/Getty Images)

Todo está parado. El Madrid ha subido el volumen, ya compite como si fuera una final de verdad. Pero no tiene ideas. Está seco, esperando que Vinícius desdoble el espejo y salgo por el otro lado del campo. Y el brasileño lo hace. Un regate imposible de verbalizar, el tipo de acciones que echan por tierra toda una vida dedicado al racionalismo metafísico. No parece mucho, pero empieza a haber alegría en el juego blanco. Ellos sólo llegan ya una vez. Una contra canónica que sonó como su último gong.

En el minuto 73, en un córner sacado por Kroos, Dani Carvajal, un chico de Leganés que mide el uno setenta del desarrollismo, se aupó entre gigantes y marcó. Fue un gol transparente, sin remisión. No hubo VAR, ni cosas raras, ni empujones, ni fallos concatenados. Fue un salto hacia abajo, hacia la deidad de la tierra y el cemento, que es la musa de Carvajal. Un salto hacia su infancia, su lucha de periferia, su talento desgarrado. Un momento decisivo que todos sabíamos que iba a llegar.

Fue en el minuto 73 y ahí amaneció el Madrid de las finales. Como si fuera una cruzada y el balón, una espada sin rencores ni piedad. Ya no hubo más Borussia ni Dortmund. Y quizás no se vuelva a hablar de ese equipo. Los alemanes no dudaron nunca. Hicieron su juego y tras la epifanía, fueron barridos sin remisión. No hubo tiempo para otro melodrama que el madridista. La despedida de Kroos, y por eso pesó tanto cada balón que tocó. Los minutos de Modric con el partido obedeciéndole como las mareas obedecen a la luna.

El equipo blanco hilando una ocasión tras otra, hecha ya la piel del depredador, sea con despojos, sea con oro, plata y escarcha.

Otro gol rascado en una recuperación al Dortmund que le llega a Vinícius en el área. Y el brasileño acomoda su pausa a la gravedad del momento. No le pegó bien, pero el balón es ya como un destino, y por supuesto, es gol.

Los niños gritan encantados. ¡Es Vinícius!, y eso es lo que ellos quieren ver. A los magos reinando sobre los plebeyos.

Y todos estamos exhaustos cuando el árbitro pita el final. Los disciplinados chicos del Dortmund volverán a sus tierras y cantarán su derrota, serán queridos por su pueblo, hablarán de desgracia, mala suerte y darán algunas fantásticas excusas.

Y así el Madrid seguirá reinando sobre los destinos y designios del fútbol. Y unos dirán que es la peor tiranía que ha habido nunca sobre la faz de la tierra. Pero otros, ese ejército desparramado por ahí, serán felices, y desde su alegría, entenderán por fin a este equipo de locura, que juega justo de la manera que los chavales adoran y que más atormenta a sus rivales.

No vamos a decir cómo juega el Madrid. No vamos a desvelar el acertijo. Vean sólo el minuto 73. Ahí está todo. Nadie más lo hace. Sólo el Madrid.

En los días anteriores a la final, los jugadores del Madrid se comportaban como viejas estrellas del cine mudo paseándose por el fondo de un escenario de cartón. Los alemanes estaban callados, bien construida su casita en los Alpes hecha con la humildad de un equipo metalúrgico con una afición siempre cantando a las puertas. En el Santiago Bernabéu tocaba Taylor Swift, una heroína Disney hecha con el mismo vacío que reina en el universo. Era otro gran éxito del club merengue. Todos los números se desbordaban en el templo blanco. La misma artista miraba fascinada el gigante techado.

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