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Por qué España necesita ganar a Francia para salvar al fútbol del aburrimiento en la Eurocopa
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Ángel del Riego

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Por qué España necesita ganar a Francia para salvar al fútbol del aburrimiento en la Eurocopa

La Selección Española es el equipo más divertido de una Eurocopa marcada por el encorsetamiento táctico y la falta de atrevimiento de los jugadores. Nico Williams y Lamine Yamal lo han cambiado todo

Foto: La alegría la pone España. (Reuters/Wolfgang Rattay)
La alegría la pone España. (Reuters/Wolfgang Rattay)

Durante mucho tiempo se dijo que África iba a ser el futuro del fútbol. A principios de los 90', esa sentencia condescendiente, se hizo carne y proteína en Marcel Desailly. Defensa central, y luego pivote, que conquistó el fútbol europeo en el Milán de Fabio Capello. Desailly era visto desde España —que estaba en tránsito hacia la modernidad futbolera— como una figura fabulosa. Parecía un coloso infranqueable, alguien venido de otro mundo para dominar el juego de una forma que no se había visto todavía.

Fabio Capello lo puso en el centro de operaciones y a partir de ahí, todo cambió. Surgió un concepto: el mediocentro africano y los que velan por la pureza del fútbol, comenzaron a clamar contra esa extraña intromisión. En realidad tenían cierta razón. La Bíblia del Fútbol Argentino es un libro escrito por Dante Panzieri cuyo título lo dice todo: "fútbol, dinámica de lo impensado". Y el mediocentro de origen africano —no digamos ya el doble pivote— busca controlar lo azaroso de este deporte cambiando magia e intuición futbolística por trepidante ritmo físico y disciplina táctica.

Era otra vuelta de tuerca a la infinita disputa entre Bilardistas y Menottistas esta vez llevada al terreno de la raza. El aporte de sangre negra que en Brasil se utilizaba para sacar ventajas en velocidad, potencia y elasticidad en el último tercio del campo, dejando intactos el talento y la imaginación (Ronaldo, Garrincha o Pelé); ahora se requería de una forma más sistemática y aplastante: Europa conjuga todo hacia lo sencillo y quería un ejército africano post-colonial que inundara su fútbol de velocidad, resistencia y precisión táctica.

Foto: El entrenador César Luis Menotti. (Getty/Ricardo Ceppi).

El físico... por encima de la técnica

Asociado a ese cambio, el fútbol se va tecnificando, pierde calle y esencia juguetona y gana en movimientos automatizados aprendidos en la escuela. Todos pasan por la academia y así triunfa un arquetipo: el jugador aseado, con buenos principios técnicos, nula imaginación y escasa tendencia al riesgo. En ese universo, es el físico lo que hace destacar al futbolista y se produce una criba en el que el jugador diferente, peculiar, es muchas veces abortado en el primer escalón por no poder competir con el ritmo abrumador que existe desde los primeros niveles.

No solo eso, ese tipo de jugador suele ser egoísta, caprichoso y se deja llevar por el puro instinto del juego. Eso choca de frente contra el mismo concepto unificador que late en las escuelas. No es una casualidad que el pequeño milagro de esta Eurocopa, Arda Güler, haya nacido en Turquía, un país en el que la periodización táctica europea no está en absoluto arraigada y todavía puede surgir un futbolista que vive en la verdad infantil del engaño y la imaginación, y que lo siente como si fuera algo sagrado a lo que él mismo debe dedicar su vida entera.

placeholder Arda Güler ha firmado una Eurocopa extraordinaria. (Reuters/Lisi Niesner)
Arda Güler ha firmado una Eurocopa extraordinaria. (Reuters/Lisi Niesner)

El amoldamiento de las escuelas no es el mismo en Francia que en España, los dos países que van a enfrentarse en el duelo fundamental de la Eurocopa. En nuestro país, se aspira al mediocampismo como definición suprema del juego, y así los centrales están prohibidos por facciosos y los delanteros están suprimidos por egoístas. No es casualidad que los dos centrales titulares sean franceses y el otro sea Nacho, un producto ya antiguo de la cantera madridista, quizás la más refractaria a este modelo industrial del tiki-taka.

Y no es casualidad que los dos jugadores que han convertido a un equipo inofensivo en el mayor generador de ocasiones del campeonato, sean hijos de la inmigración, algo fuera de la narrativa general y que tengan además, muchos días de calle a sus espaldas como confesaba en una entrevista reciente Lamine Yamal.

Foto: Los dos extremos de España celebran un gol. (Reuters/Wolfgang Rattay)

Lamine, que es el otro tributo de la Eurocopa al fútbol de engaño, pausa e imaginación. El primer gol contra Alemania vino de su conexión con Dani Olmo; Yamal demuestra cada vez que le ronda la pelota que eficacia y belleza se pueden conjugar en este fútbol de la misma forma que en el fútbol de cualquier época. Esa obviedad que parece negar la selección de Deschamps.

Lo que diferencia a España de Francia

En Francia la selección de talento no es la misma que en España. Posiblemente tampoco lo es el sitio que ocupa el fútbol —mucho más central en nuestro nación —en el imaginario colectivo. El país galo siempre ha tirado de talento inmigrante, de los márgenes, de quien está a un paso de estar excluido. Fue Kopa —hijo de inmigrantes húngaros— su primer gran jugador. Y fue aquella selección arrabalera y genial de los 80, la que clavó el nombre de Francia en el corazón del fútbol. En esa selección los estandartes también tenían padres de otros países: Platiní (italianos), Luis Fernandez (españoles) y Tigana (malienses).

En 1998 sobrevino la revolución. La primera gran selección europea multirracial que ganaba un Mundial. Brasil —sin tanta alharaca— ya había presentado equipos con gente de diferentes razas, pero los franceses gustan de propagar por el mundo una verdad asociada a sus victorias que así no son solo victorias, sino lecciones de ese país que tantas veces asombró al mundo. La Francia multicultural encarnada en el poético Zidane, era un equipo durísimo que contenía en similares proporciones, táctica militar, técnica sublime y físico africano.

No había manera de meterles mano aunque en ese Mundial la presión les hizo jugar amarrados a una idea rácana, la de su mediocentro: Didier Deschamps. Dos años después, protagonizaron otra victoria en la Eurocopa del 2000, liberados del peso de 'su' mundial, jugaron un fútbol majestuoso donde Zidane hacía saltar las estrofas de sitio, Pirés representaba el arquetipo de francés arrabalero y exquisito y Henry se elevaba sobre todos, subido a un pedestal al que ya nunca volvió a acceder.

placeholder Zidane, un futbolista extraordinario. (EFE/Ian Langsdon)
Zidane, un futbolista extraordinario. (EFE/Ian Langsdon)

Una de las mejores selecciones de la historia donde los musulmanes eran el talento puro, los franceses de cuna el compás militar y Henry ponía su sangre antillana al servicio de la belleza y el gol. Un equilibrio en la mezcla que ya no se volvió a dar en el fútbol francés, a partir de ahí dominado absolutamente por lo físico y lo rítmico, entendido no como un medio, sino como un fin. Francia es la selección que a partir del 98 abre camino a las demás. Ni Brasil, ni Italia, ni Argentina han tenido relevancia en el devenir del fútbol moderno. La influencia de Francia ha sido absoluta y la de España, pequeña pero duradera, como se vio en el partido contra Alemania donde los germanos jugaron —hasta la salida de Fullkrug— con una nube de medias puntas dando vueltas sobre sí mismos.

Francia es una roca de cemento armado

El jugador definitivo francés, el arquetipo moderno de Les Bleus, es Kanté. Hijo de emigrantes malienses es un futbolista irreal por juego y prestaciones. Ganó con el Leicester la liga más improbable de la historia. Era él, Mahrez en los talentos y Vardy en la percusión. Pero Kanté valía por un ejército entero. Pequeño y vibrante, es capaz en el mismo movimiento de robar con finura un balón, saltar una línea de presión y comenzar un ataque a una velocidad que lo pone en la frontera de lo mental. En la Francia de Deschamps del 2018, Kanté era la razón y la causa. Luego se sumaban Griezmann, Pogba, Giroud como hombre-boya y Kylian Mbappé para recordarnos que hay hombres superiores al resto.

Pero esa Francia no fue capaz de integrar al último gran poeta galo: Karim Benzema. Francés de segunda generación y sin embargo argelino de corazón y gesto, Karim es un ejemplo de que ese intento de Francia por acallar sus fracturas internas a través de la propaganda futbolística, no funcionó. El fútbol le sacó de la Banlieue pero no lo integró en su país. Solo en el Madrid, rodeado de ese vacío estelar donde él puede juguetear con los planetas, era feliz, parecía enamorado y alcanzaba lo sublime con cada respiración. Pero en la selección francesa, su figura sutil y fuera de la norma, resultaba sospechosa. Todo se había ido haciendo duro, agresivo y táctico en el fútbol francés y Karim no pertenecía a esa nación militarizada.

placeholder Benzema no logró su objetivo. (Reuters/Hannah Mckay)
Benzema no logró su objetivo. (Reuters/Hannah Mckay)

El Francia-Bélgica de hace unos días fue un resumen de los tiempos modernos. No hubo picardía ni malicia. El amague y el engaño estaban prohibidos. Una geometría burocrática alimentada en las escuelas, donde al futbolista con sangre africana se le despoja de su niño salvaje para enclaustrarlo en una prisión táctica que asemeja el fútbol al balonmano. Es el triunfo definitivo del brutalismo arquitectónico. Dos estructuras que se encuentran en medio de una selva urbana y no tienen forma de encaje ni saben cómo destruirse la una a la otra. Al final, casi siempre esperan los penaltis. Lo único divertido en ese páramo desolado.

España es única en esta Eurocopa

El fútbol erosivo de Francia tiene su contrapunto en la alegría algo desequilibrada de España. Primero contra Georgia y luego contra Alemania, la Roja ha demostrado que jugar al fútbol no tiene por qué ser como arar un campo en el Sahel. Los mejores minutos de la Eurocopa se dieron en el España-Alemania tras el gol de Olmo. Los alemanes sacaron a un antiguo Caballo de Troya de la primera guerra mundial: Fullkrug. Comenzaron a colgar balones como si tiraran prisioneros de guerra por un acantilado. Pero la Roja resistía y cuando llegaba a las amplias praderas de la mediapunta, surgía la ocasión de gol.

Era un partido de verdad. Había patadas y simulaciones. Los jugadores eran héroes y villanos en el mismo plano secuencia. Cada uno perseguía con saña su propia máscara y todos daban la vida por la camiseta que llevaban puesta. Ocasiones, errores y un alemán clarividente, Wirtz, que en cuanto tocó un balón se supo que iba a nivelar la función. Al final llegó la prórroga y volvió a sonar el antiguo vals español, con esa melodía que siendo irresistible, alcanza los límites del acantilado, pero sin caer en él.

Foto: Merino, en la jugada del segundo gol. (EFE/Ronald Wittek)

España ganó y le espera Francia. La avanzadilla del fútbol contemporáneo. En palabras de Guillermo Estévez, el juego se ha convertido en esclavo de las estadísticas. Potencia, kilómetros recorridos, número de pases. Todavía conserva la emoción de los últimos 10 minutos, o quizás ni eso, la emoción de los penaltis. Un precioso envoltorio de pabellones, luces y dedos de plástico metido en una coctelera de rigor táctico con músculos, sudor y magos de la preparación física. Todos los equipos —excepto España y Turquía— indistinguibles sobre el césped.

El jugador diferente, directamente no llega a la élite. El sistema formativo lo depura por el camino. Las estrellas europeas son citius, altius, fortius. Mbappé y Haaland. Y en ese escenario, las academias francesas son factorías donde se mecaniza el talento africano y se produce en serie ese tipo de futbolista del que Capello construyó un molde hace más de 30 años.

A Lamine Yamal y a Nico Williams les espera levantar con orgullo la bandera de ese fútbol que nos llevó a soñar. La aventura solitaria, el amague, la pared, la imaginación para desarbolar cualquier sistema. Ganar para salvar el fútbol. Eso es lo que debe hacer la Selección Española. O por lo menos para hacernos felices un martes cualquiera de verano. Cualquiera de las dos opciones, es válida.

Durante mucho tiempo se dijo que África iba a ser el futuro del fútbol. A principios de los 90', esa sentencia condescendiente, se hizo carne y proteína en Marcel Desailly. Defensa central, y luego pivote, que conquistó el fútbol europeo en el Milán de Fabio Capello. Desailly era visto desde España —que estaba en tránsito hacia la modernidad futbolera— como una figura fabulosa. Parecía un coloso infranqueable, alguien venido de otro mundo para dominar el juego de una forma que no se había visto todavía.

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