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Brasileños en el Real Madrid: de Didí a Endrick, un viaje de la miseria al centro del sol
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Ángel del Riego

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Brasileños en el Real Madrid: de Didí a Endrick, un viaje de la miseria al centro del sol

El fútbol brasileño llegó al Madrid por la puerta pequeña y, en los últimos años, se ha convertido en un pozo de éxitos y triunfos. Endrick es el último en vestir de blanco

Foto: Endrick, el último brasileño que llega al Madrid. (AFP7)
Endrick, el último brasileño que llega al Madrid. (AFP7)

Finales de julio. En un Bernabéu expuesto al sol inmisericorde de la meseta, se presenta a un jugador joven y extraño. Está su madre, mujer enorme como un volcán a medio despertar, y está su padre, pequeño, serio y callado, escuchando a Floren presentar a la nueva joya del Madrid. Florentino les da la bienvenida al equipo del centro del mundo y todos lloran emocionados. La novia del chico no sabe dónde ponerse, no sabe a quién besar, solo sabe que ha llegado al sitio más importante de todos. Florentino sonríe como un rey bondadoso y el nuevo jugador brasileño del Madrid, sube al estrado para presentarse a la afición.

Recuerden su nombre: Endrick. Un nombre de jugador histórico. Otro brasileño en un equipo que ya está plagado de ellos. Hace mucho tiempo, el equipo merengue desconfiaba de los talentos irreverentes que venían del país carioca. Solía ser el Barcelona el club elegido por los mejores de allá, pero ahora las tornas han cambiado. El primer brasileño en ser llamado por la corte de Bernabéu fue un mediocampista excelso, armador del juego de la selección brasileña que ganó el Mundial de 1958.

Waldir Pereira, Didí (Brasil, 1928-2001), conocido por la precisión de sus centros largos, dueño de un juego parsimonioso y exacto, fue el inventor oficial de la folha seca, una forma de pegarle al balón muy peculiar, a la que él había llegado por casualidad, como consecuencia de una lesión en un tobillo. El balón salía despedido con una trayectoria que parecía hacerlo volar por encima del larguero pero, de repente, caía bruscamente y tomaba puerta.

Llegó al Real Madrid en el verano de 1960 como gran estrella mundial y acabó desapareciendo de las alineaciones antes de finalizar la temporada. Didí no era un trabajador, ni tenía fondo. Nadie le había pedido nunca otra cosa que recibirla al pie para organizar la jugada desde ahí. El Madrid jugaba a un ritmo superior y él veía pasar a los jugadores, convertido en un espectador más. Acababa los partidos impoluto ante la mirada torva de Di Stéfano, que no soportaba su pasividad.

Didí explicaba así su fracaso: "Los españoles adoran el juego de contacto y que va al suelo. Yo salía del campo con la camiseta y las medias limpias y no lo entendían. Llegué a mancharme la camiseta con la mano". Eficacia, sudor y coraje. Esas cualidades son la antesala de la victoria y desde Di Stéfano deben ir impresas en la camiseta blanca. Didí jugaba en otra dimensión y a esa dimensión volvió sin llegar a pisar siquiera una eliminatoria europea.

"Los españoles adoran el juego de contacto y que va al suelo. Yo salía del campo con la camiseta y las medias limpias y no lo entendían"

Didí era negro y representaba un arquetipo que es el contrario del actual jugador de origen africano que inunda Europa de potencia, rapidez y eficacia. Didí solo estaba en el juego por el placer del juego. Su concepción del fútbol era la del artista. Todo entraba y salía por el diapasón de una elegancia superior. Como Camarón de la Isla, no tenía interés en el esfuerzo. Las cosas salían o no salían. El sudor para él era una máscara siniestra. Habitaba el mismo país que Guti o que Velázquez y el Bernabéu desconfió a partir de Didí de esos brasileños para los que el fútbol no es más que un juego de espejos. Gente que manifiesta un cierto cierto desinterés por la victoria. Y el Madrid es la guerra. O más bien, la zona de la tensión perpetua.

Entre Didí y nuestro siguiente héroe hubo varios brasileños que apenas dejaron huella. En los 60, llegó al equipo blanco Evaristo Macedo, un delantero que apenas estuvo dos años y al que se recuerda más en el Barcelona que en el propio Madrid. Tras 30 años sin jugadores de Brasil, arribó en 1991 un defensa de gran bigote y mirada torva: Ricardo Rocha. Era un buen central, pero había algo descuajeringado en su figura que no desataba pasiones en el Bernabéu. "La sonrisa es un lujo que no está al alcance de un defensa central", dijo y esa sentencia fue su epitafio. Marcó en propia puerta en el primer desastre de Tenerife y, a partir de ahí, su nombre fue borrado de la memoria colectiva. Aguantó otro año en el que la afición se dividió entre el cáustico run-rún y espontáneos brotes de adhesión al central, por sus arrebatos de fiereza y pundonor. En 1993 emigró a otros destinos menos crueles. En ese verano se habló de la llegada de Cafú, pero en su lugar llegó Vítor, chico rápido y atleta de Dios, que duró apenas 5 meses. El club naufragaba más cerca de la parodia que de esos sueños de gloria que parecen inscritos en la camiseta blanca. Y así fue hasta que arribó Fabio Capello en 1996 y rehízo la plantilla a su imagen y semejanza. Entre los nuevos jugadores, había un brasileño. Un lateral derecho que se había hecho cierto nombre en el Inter de Milan por su velocidad de dibujos animados y sus disparos atómicos: Roberto Carlos.

Dueño del juego más definitivo que haya existido en el fútbol, su carácter no se plegaba a ningún estereotipo occidental. Abrasaba la banda como un superhéroe, a ratos juguetón y a ratos malvado. Era autosuficiente en su parcela y dominaba cualquier distancia con un empeine tallado por los dioses. Nadie ha sido nunca más rápido. Nadie ha sido más contundente robando balones. Nadie ha disparado más fuerte. Nadie ha tenido su precisión en los pases largos y sus paredes eran tan exactas que parecían dibujadas con antelación. Su juego carecía de retórica y su capacidad competitiva podía exceder el límite de la crueldad. El Bernabéu lo admiraba pero pocas veces le demostró cariño: era un diamante perfecto tallado de forma extravagante que nunca mostró fragilidad. Como Hierro o Redondo, semejaban actores de carácter, de los que crecieron en países sin leyes donde cada hombre era una montaña. Pero al contrario de las fieras criadas en Europa, no necesitaba fruncir el ceño, le bastaba con acelerar hacia atrás para dejar en ridículo la supuesta habilidad del delantero más pintón del momento.

Le pegaba con 7 superficies distintas del pie. Y su disparo de larga distancia era un acontecimiento público seguido por niños de todos los países. En las faltas, cogía una carrerilla de medio kilómetro. Llegaba a toda mecha al balón y le pegaba de forma liberadora. La pelota salía a una velocidad nunca vista e iba cruzando el cielo como la estela de un avión a reacción. A veces el balón iba recto y, cuando iba recto, nunca había ido más recto que en ese momento. A veces, el balón iba torcido y hacía un hermoso tirabuzón hasta encontrar el ángulo más obtuso de la portería. Cuando era gol, todos gritaban y cuando el balón daba en el palo, era casi mejor, porque ese sonido erótico era el del juego de Roberto Carlos. Algo lúbrico, infantil, atlético y perverso. El mejor jugador de aquel Madrid. El mejor lateral izquierdo de la historia.

Año 2002. Glasgow. Real Madrid-Bayer Leverkusen. Final de la Champions. El Madrid movía la pelota con indiferencia hasta que Roberto Carlos hizo una pared con Solari en el medio campo y corrió con una fe extraña hacia la luz. El lateral madridista tiró un centro al área a ver qué pasaba. Tan alto que se confundió con el horizonte. Cuando el balón bajaba, nadie se acordaba ya de él. En la corona del área estaba Zidane. Acomodó su cuerpo para la historia y le sacudió al balón en una volea perfecta que entró limpísima a la portería alemana. Fue el resumen de una época en el Real Madrid. Y el resumen de la carrera de Roberto Carlos, el instigador fundamental de ese gol.

Del desorden surgía el talento y el azar se convertía en belleza. Como en las calles de su Brasil natal, que Roberto abandonó para siempre para llevarlas consigo hasta el fondo del Santiago Bernabéu. Al año siguiente de la llegada de Roberto Carlos, llamó a las puertas del Madrid Savio Bortolini, un jugador exquisto y frágil, eléctrico, de piel blanca y un pie izquierdo que valía por algunos futbolistas de cuerpo entero. Savio dejó una huella sutil y profunda en el Madrid, tal como era su juego. Recogía el balón en el interior izquierdo y, con una conducción instantánea, llegaba con facilidad al pico del área. Buen llegador, cruzaba el balón ante el portero con la facilidad con la que algunos sacuden el mantel. Ganó grandes títulos y fue importante en todos y cada uno casi siempre saliendo desde el banquillo. Con un cuerpo de cristal, fue transparentándose poco a poco hasta que 5 años después de su venida, dijo adiós.

A la vez que Savio, llegó Zé Roberto, jugador "múy físico" como se decía entonces, que apenas aguantó medio año en el Madrid. Zé Roberto es el primer brindis al estilo Dunga. Ese Brasil de escamas y hormigón que ganó el Mundial 1994 apoyándose en pequeñísimos destellos de la magia de sus delanteros. Mediocentro defensivo con sangre africana que trabaja duro para que otros piensen, para que otros sientan la jugada, para que otros se lleven la foto de la gloria y el beso de la chica. Didí estaría escandalizado. Pero ese arquetipo, acabó triunfando con Casemiro.

Antes de Casemiro, en la segunda venida de Fabio Capello en 2006, llegó de su mano un jugador que redefinió el concepto trote cochinero: Emerson. Mediocampista brasileño de corte y confección con un físico de hombre común, su forma de trotar por el campo levantó inmediatamente las sospechas del Bernabéu. Un muro de silencio se levantaba cuando aparecía en escena. Comenzó a evitar la pelota, pero fue inútil. El Bernabéu le hizo saber con crueldad que esa nunca iba a ser su casa. Emerson no volvió a aparecer en el estadio blanco y, fuera de casa, su estilo se hizo cada vez más oscuro, denso y angustioso. Dejó el Madrid al verano siguiente, pero el peso sobre los hombros ya no se lo quitó nunca.

Hubo otros dos mediocampistas venidos de Brasil con esa angustia sobre los hombros: Flavio Conceiçao y Lucas Silva. Ninguno dejó la mínima huella y sí una sospecha de que entre el país sudamericano y el Real Madrid, había una maraña de intermediarios tan cristalina como el Mar de los Sargazos. En el mercado invernal de la temporada 2012-13, un chaval de 20 años venido del Sao Paulo llegaba al Castilla bajo el auspicio de Juni Calafat, un representante hispano-brasileño. Era el arquetipo de mediocentro defensivo brasileño. Rápido y pillo, con un toque de balón mejor de lo esperado, su mirada era severa y su juego, esforzado. Sólo a José Mourinho le llamó la atención.

Era Carlos Henrique Casemiro, alguien que no buscaba el aplauso de la afición ni bailaba con la melodía de la fiesta. Con la cabeza de un ídolo precolombino, señalizaba las zonas de peligro del Madrid, enseñaba al público las salidas de emergencia y echaba sin miramientos a la calle a los que se pasaban de listos. Casemiro nos da equilibrio, dijo Tejero, pistola en mano, al subirse al estrado del Congreso. Al principio, era esclavo del espacio y sumiso con la pelota. Modric o Kroos pensaban por él y el brasileño aceptaba ese rol sin protestar. Poco a poco, fue subiendo de nivel hasta convertirse en el centinela de occidente. Sin Casemiro, el Madrid estaba huérfano. Como un niño perdido en la playa al que el mar, de repente, se le transforma en un enemigo oscuro y traicionero. Siempre fue un jugador sin edad, como algunos brasileños religiosos cuya violencia exquisita parece una ofrenda al buen Jesús. Casemiro se fue convirtiendo en lo que el equipo necesitara. Un llegador en las finales o el que barría los escombros para que los interiores patinaran. Para los contrarios, era la realidad. Actúa como el doctor Manhattan: está a la vez en el presente, en el pasado y en el futuro. Sabe lo que va a pasar y se adelanta.

Con los años, fue perdiendo velocidad y sitio y, en su última temporada, cuando llegaba, el crimen ya se había cometido. Se fue al Manchester por 80 millones y dijo adiós con la mano con ese silencio que es el de los edificios oficiales.

Un héroe llamado Ronaldo Nazario

Era el verano de 2002. Solo existía un club de fútbol sobre la faz de la tierra: el Real Madrid. Había ganado su novena Copa de Europa con una volea de Zidane que se coló en todas las televisiones. Fue esquilmando los continentes y las civilizaciones hasta poner a disposición del Santiago Bernabéu todas las riquezas del mundo. En el estadio, se presentaba a Ronaldo Nazario. Ese atlante de pelo rapado y que jugaba como los niños piensan que se debe jugar: cogía la pelota y se adentraba en la selva sorteando trampas y rivales hasta que llegaba a un claro con una portería.

Irrumpía sin ninguna consideración y el gol era una certeza. Después, abría los brazos y se reía algo avergonzado. La imagen del verano de 2002 que sustituía a la volea de Zidane fue la de Florentino en mangas de camisa negociando con el presidente del Inter el fichaje de Ronaldo. Ronaldo Luís Nazário de Lima (Río de Janeiro, 1976), tenía una guerra mundial en cada rodilla. Ronaldo el gordito, el genio que acababa de ganar el Mundial con Brasil. Ronaldo el fiestas, el talento puro desconectado del juego e incapaz de limpiar las cuadras. Florentino estaba feliz con Ronaldo al lado. Pero ¿quién no está feliz con Ronaldo al lado? Lo que pasó después, ya se ha contado. Un equipo que despreciaba la rutina y vivía en una apoteosis permanente. Y debajo del cielo, está la Tierra. A una distancia considerable.

Ronaldo era demasiado eficaz para ponerlo en el sitio de los exquisitos y demasiado talentoso para estar en el estante de los delanteros simples cuyo oficio es el gol. De estos segundos se recuerda a Julio Baptista, delantero grande como un maremoto que metió un montón de goles en un momento de crisis donde todo se olvidaba a demasiada velocidad. Estuvo un año y ya nadie recuerda su juego.

Entre los exquisitos destacan Robinho y Kaká, dos mediapuntas que llegaron para consolar una afición que se sentía traicionada por su club de toda la vida. El Barcelona le había quitado al Madrid el título oficioso de club más grande del mundo y se suponía que sobre las praderas del Camp Nou todo era más hermoso, mágico y certero. Robinho tenía una técnica de patio de colegio y surgía de cualquier embrollo con el balón dándole vueltas alrededor de la cintura. Su juego carecía de poso y junto con Gago y Robben, conformó el triángulo con menos grandeza desde Farmacia de Guardia. Fue asesinado un verano cualquiera y nadie le echó de menos.

En un entreacto de aquellos años llegó en silencio Marcelo Vieira (Río de Janeiro 1988). Su nacimiento de blanco tuvo a todos los augurios en contra. El Bernabéu recelaba de su magia simpática y su alegría rompía con la severa construcción socio-política en la que debe caer un defensor merengue. Le salvaba el recuerdo de Roberto Carlos, otro heterodoxo, pero con un desgarro al defender que Marcelo nunca supo aprender ni quiso aparentar. Era lateral izquierdo y vino al Madrid para el disfrute de los niños y las gentes de corazón puro. Tenía dieciocho años la primera vez que se vistió de blanco. Marcelo era rápido y su juego parecía atado a una locura demasiado profunda. Podía ganar el partido y perderlo en la misma jugada esquizofrénica. "Ese chico no vale para el Madrid", se oía como un eco tras cada fallo suyo. Talento enorme venido del absurdo. Es un Garrincha de lateral, más brasileño que ser humano.

Tardó años en conquistar la titularidad. Su juego es una sonrisa perenne, excepto cuando marca un gol. Entonces, se queda muy serio y muy quieto. Marcelo nos grita desde la banda que hay una libertad diferente a la nuestra. Sus primeros años los pasó de interior, porque los entrenadores no se fiaban de su forma de defender. Pero a él le gusta llegar desde lejos para convertir toda su banda en un descampado. Cuando se emociona, aparece por cualquier lugar del campo y vuelve persiguiendo a los contrarios como si saltara a la pata coja. Muy difícil de superar en el uno contra uno, es capaz de convertir un contraataque en una comedia de enredo. Líbero, interior con conciencia de mediapunta y modales de extremo, ataca descolgándose por las almenas y no existen las defensas impenetrables para él. La mitad del madridismo desconfiaba y la otra mitad lo considera el genio más libertino que ha jugado en el Real. Todo lo que hace Marcelo escapa de la norma. Sacude el balón con su cola de foca. Se sienta donde no debe. Corretea bajo las mesas. No ha sido domesticado, sigue siendo el mismo niño cabezón que pisaba las líneas y huía de la geometría como si allí habitara el demonio.

Marcelo preparó absolutamente al Bernabéu para el talento brasileño más desatado. Tras él, han llegado Vinicius, Rodrygo y Militao. El genio loco y goleador, el exquisito algo frágil y el guardián de la ley.

Y llega Endrick Felipe. Un chiquillo de 17 años alumbrado en los bajos fondos de Brasil. Ver los vídeos de su evolución en el Palmeiras es como asistir al primer acto de una peli de terror donde, sin saberlo, unos científicos bienintencionados dan con la criatura del fin de los tiempos. Tiene el descaro de quien nació con todo perdido y corre como si se deslizara corriente abajo. Esa pierna izquierda es tener un pozo de petróleo manando en el garage de la casa. Su cuerpo, como el de Ronaldo o el de Roberto Carlos, está más allá de los estándares occidentales. Su arrogancia es contagiosa. Y de su fútbol solo conocemos lo imaginado. Pero Vinicius nos ha enseñado que, para un brasileño con la camiseta blanca, todo lo imaginado se puede convertir en real.

Finales de julio. En un Bernabéu expuesto al sol inmisericorde de la meseta, se presenta a un jugador joven y extraño. Está su madre, mujer enorme como un volcán a medio despertar, y está su padre, pequeño, serio y callado, escuchando a Floren presentar a la nueva joya del Madrid. Florentino les da la bienvenida al equipo del centro del mundo y todos lloran emocionados. La novia del chico no sabe dónde ponerse, no sabe a quién besar, solo sabe que ha llegado al sitio más importante de todos. Florentino sonríe como un rey bondadoso y el nuevo jugador brasileño del Madrid, sube al estrado para presentarse a la afición.

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