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Messi como lugar común, Mbappé sin Benzema y el maravilloso circo de los chicos de Luis Enrique
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Fragmentos de un Mundial

Messi como lugar común, Mbappé sin Benzema y el maravilloso circo de los chicos de Luis Enrique

Argentina sobrevive al filo del abismo, Mbappé es el jugador más diferencial en los Mundiales desde Diego Armando Maradona y Luis Enrique consigue lo que no pudo Clemente

Foto: Una máquina de destruir países. (Reuters/Hannah Mckay)
Una máquina de destruir países. (Reuters/Hannah Mckay)

Uno se espera en el fútbol cualquier cosa, excepto lo que ocurrió en el partido inaugural. Jugaba Qatar en un estadio hecho con los planos sobrantes de 2001, la de Kubrick, e iba perdiendo contra Ecuador. Llegó el descanso, los aficionados qataríes miraron sus móviles sin mucho entusiasmo, se levantaron de sus asientos y enfilaron la salida. Se fueron. Sin más. No había gritos de ánimo, ni drama, ni electricidad en el ambiente. A nadie le interesaba lo más mínimo la representación que se daba en el césped. Gente disfrazada de árabe que simulan ser hinchas de su equipo. Todo lo que se decía era verdad. Un Mundial como un túnel de lavado para una dictadura islámica. Occidentales: sean ustedes tolerantes con nuestra intolerancia. Ese es el this is Anfield de Qatar. Su lema escrito en pan de oro. Todos lo sabíamos, pero la cortina se rasgó demasiado pronto. Y ahora, vamos al fútbol.

Messi decían. Será el Mundial -por fin- de la Pulga. La selección argentina es favorita. Están Francia, Brasil y la albiceleste. Muchos partidos sin perder. Ya no tienen presión: ganaron la Copa América y Maradona descansa en paz. Comienza el partido contra Arabia Saudí. Messi está ágil en la mediapunta. Es un bonito jugador que tiene pausa, aquella cualidad de los tiempos antiguos que el intelectual adoraba. Hace un gol de penalti y los aficionados de pega, saltan y bailan. Todos son felices. Messi va a ganar. Esto es un mundial por fin; Argentina, gambeta, el fútbol se lo robaron a la gente. Argentina es canchera y de pierna dura y tiene un delantero centro con nombre de leyenda prehistórica: Lautaro Martínez. Todo parece funcionar.

placeholder Argentina sobrevive en el abismo. (EFE/Rodrigo Jiménez)
Argentina sobrevive en el abismo. (EFE/Rodrigo Jiménez)

¿Pero quién es Leo ahora? Es difícil acercarse a él, Messi es un lugar común. Cuando los periodistas lo silabean, se les llena la boca de sabiduría como si tuvieran un secreto maravilloso que desvelar. Messi está en el PSG, animales fantásticos pasados de fecha y un equilibrio inestable atronador. El año pasado fue allí un turista en el infierno cuyas andanzas se las inventaban sus amigos para no manchar al mito inaccesible. Esta temporada tiene buenos números. Pero está en la liga francesa y juega con Mbappé a su izquierda, no fiarse. Así que Messi es lo que se fue desvelando en ese partido. Un muy buen jugador, media punta aseado con alguna conducción celeste. Le quedan trucos y sobre todo su disparo fulminante de media distancia. Pero Leo perdió una dimensión hace años y en esa dimensión estaba su genialidad.

El mito de Maradona

Maradona en el mundial del 90. Ese recuerdo. Estaba gordito, rechoncho y no se meneaba demasiado. Dio igual. Dictó las normas de cada partido sentado en una silla. Era cante jondo lo suyo. Vislumbraba el momento cumbre y todo lo que él era, se entregaba a ese momento, a esa hendidura en la mitad del partido desde la que se decantaba la victoria. Caniggia al final de su verso, Maradona era un suceso. Messi no lo es aunque lo fue. Aunque lo fue, pero nunca con Argentina. Tienen bronca los del río de la plata y con razón.

Argentina acabó perdiendo. Y Messi con la cabeza gacha deambulaba por el campo sin encontrar la puerta de acceso a la leyenda. Argentina es un equipo bien plantado, pero rústico y con un ritmo que no es sudamericano -eso ya no existe, solo Colombia lo tenía- ni Europeo. Ni juegan bien, ni juegan mal. Ni tienen automatismos ni rifan la pelota. Tienen al loco Di María vociferando en el desierto como un profeta de tiempo limitado (15 minutos). Tienen un buen delantero centro de nombre antiguo y tienen a Leo Messi. Leo Messi, al que le queda su control y tiro. Raso y seco, trazo de lo que fue, y que fulminó a México, una selección que parece que siempre rema hacia arriba en los partidos. Todo le cuesta y nadie sabe la razón.

Foto: Messi adelantó a Argentina. (Reuters/Pedro Nunes)

España, España, tiene aquello de lo que carece Argentina. Una idea, un plan, una táctica contemporánea y los jugadores justos para llevarla a cabo. El partido contra Costa Rica fue un ensueño. Los extremos españoles jugaban para los medios logrando superioridades sorprendentes en cualquier zona del campo. Y siempre había dos, tres, jugadores desmarcados muy lejos de donde se amasaba la pelota. Las llegadas al área eran cristalinas, sin ansiedades, sin neurosis ni miedos previos. Se jugaba un fútbol de alta escuela en el primer partido de un mundial, un momento donde el estómago suele estar lleno de arañas. Luis Enrique consiguió lo que no pudo Clemente: galvanizar en su figura las críticas, las dudas y los recelos que provoca este equipo de Gavis y Pedris. Una Alemania más mestiza que Prusiana, espera.

La gran pérdida y la estrella del Mundial

La otra selección ibérica, Portugal es la antítesis de la roja. Es un equipo que parece hecho de soldados venidos de guerras coloniales. Ceños fruncidos y disparos lejanos. A ratos andan desacompasados, pero saben salir de los embrollos. Tienen varios jugadores autosuficientes, de los que dividen una nación en dos mitades con una conducción autoritaria. Hay un exquisito que siempre parece cansado, Bernardo Silva. Y un niño bien que tiene dentro un genio que pugna por salir: Joao Félix. Un delantero de verdad, Rafael Leao y una catedral gótica en ruinas pero llena de luz: Cristiano. Son duros, pero se van de los partidos. Son espesos, pero hacen ocasiones de gol con facilidad pasmosa. Ganaron a Ghana a trompicones y están ahí, agazapados, esperando el momento para los hombres de verdad que florecen en las naciones diminutas.

Karim Benzema se fue. En silencio, tan elegante como es él. Es una devastación para el fútbol, pero no para Francia. Este mundial iba a dirimir el puesto de Benzema en la historia del fútbol. Pero el argelino de escuela francesa llevó su espíritu al límite la temporada pasada. Hizo lo de los místicos. Trascendió su esencia mortal purificando su cuerpo en el altar de una técnica sublime. Y ahora ya no está, ya no existe como deportista, solo como referencia moral. Benzema se fue y la Francia de Deschamps suspiró aliviada.

placeholder Cristiano Ronaldo tuvo un partido difícil. (Reuters/Hannah Mckay)
Cristiano Ronaldo tuvo un partido difícil. (Reuters/Hannah Mckay)

Así son las cosas. Karim obligaba a su selección a "jugar bien". Utilizaba un lenguaje elevado al que no todos podían agarrarse. Dembelé quedaba fuera del juego y el mismo entrenador no acababa de entender lo que ocurría sobre el césped. Incluso Mbappé era un actor secundario, alguien al que Karim desencadenaba a las puertas del gol. Sin Benzema, Francia es un equipo supersónico en el que Dembelé tiene una autopista en la derecha con una idea simple por detrás y por delante: desborde y centro, presión, carrera y disparo. Todo en su carril, práctico y letal. Y sin Benzema, Mbappé es lo que fue en el 2018 y más aún. El jugador más dominante – en selecciones- desde Diego Maradona.

Da igual donde la controle Mbappé, todos rezan. El hábitat del depredador es el carril izquierdo, pero en cuestión de milisegundos aparece en varias zonas de remate a la vez. Mbappé más que un jugador, es una nube de probabilidades. Contra Australia, al francés no le hizo falta correr. Le bastó con un taconazo y pequeñas virguerías en lo íntimo del área para abrir los caminos para sus compañeros. Llegó Dinamarca, selección justa y compensada y Mbappé tañó otras cuerdas. Las del miedo y la belleza. Mbappé corriendo en un mundial es la muerte cabalgando.

Solo le hace falta darse la vuelta para poner el campo patas arriba. En eso es como los grandes. No lleva imantada la pelota, pero no hay posibilidad de acercarse a ella. Le falta esa finura en el área que parece venir del hambre, pero da igual: es una sombra que planea sobre todas las jugadas de Francia y nada se puede hacer. Es la naturaleza desatada entrando por todos los rincones. Lo que queremos ver en el mundial. Lo que deseamos ser en nuestra vida. Esos segundos de temblor. Y el estallido.

Uno se espera en el fútbol cualquier cosa, excepto lo que ocurrió en el partido inaugural. Jugaba Qatar en un estadio hecho con los planos sobrantes de 2001, la de Kubrick, e iba perdiendo contra Ecuador. Llegó el descanso, los aficionados qataríes miraron sus móviles sin mucho entusiasmo, se levantaron de sus asientos y enfilaron la salida. Se fueron. Sin más. No había gritos de ánimo, ni drama, ni electricidad en el ambiente. A nadie le interesaba lo más mínimo la representación que se daba en el césped. Gente disfrazada de árabe que simulan ser hinchas de su equipo. Todo lo que se decía era verdad. Un Mundial como un túnel de lavado para una dictadura islámica. Occidentales: sean ustedes tolerantes con nuestra intolerancia. Ese es el this is Anfield de Qatar. Su lema escrito en pan de oro. Todos lo sabíamos, pero la cortina se rasgó demasiado pronto. Y ahora, vamos al fútbol.

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