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"Ojalá hubieran tenido todas las cárceles un módulo así": el rugby, la salvación en la prisión
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UNA BONITA INICIATIVA

"Ojalá hubieran tenido todas las cárceles un módulo así": el rugby, la salvación en la prisión

El campo de Ciudad Universitaria en Madrid acogió el primer Torneo Nacional de Rugby Penitenciario. Fue una experiencia para aquellos que han encontrado una nueva afición

Foto: Algunos participantes en el evento, junto a Marlaska. (Inés Morencia)
Algunos participantes en el evento, junto a Marlaska. (Inés Morencia)

"El rugby me ha servido para sentirme libre dentro de prisión". La frase es de Analía (nombre ficticio), una colombiana de Cali que lleva 13 años cumpliendo condena por un robo con violencia en el interior de una vivienda junto a otras tres personas. Es uno de los testimonio del grupo de reclusos que participaron en Madrid el pasado sábado en el primer torneo nacional de rugby penitenciario organizado por la Fundación Rugby Cisneros. Su historia no es la típica de una chica joven latina que viene a España cargada con droga y le detienen en el aeropuerto. Todo lo contario, es la de una joven de 21 años que aterriza en Madrid acompañada de su hija para trabajar como auxiliar de enfermería en una casa y estar a cargo de una señora mayor que necesitaba cuidados especiales. Todo comenzó a torcerse al cabo de cuatro años, cuando la mujer falleció. No lo pareció al principio cuando encontró otro empleo en una residencia. Sin embargo, aquello duró poco. De repente, se vio en la calle a cargo de su hija y de su hermano menor que había venido a España para estudiar. "Solo tenía dos opciones: robar o ponerme de puta", se lamenta. Escogió la primera y le cogieron. "Es que no sirvo ni para eso", añade. La sentencia inicial fue de 40 años, pero tras ser recurrida, y gracias a la refundición de penas, la cosa se quedó en los 16 años y tres meses.

Ingresó en la prisión de Meco con 50 kilos y en seis meses cogió 40. Había perdido la autoestima. Comenzó a comer por ansiedad y rechazó medicarse. "Por eso me puse como una bola impresionante después de ser reflaca". De Meco pasó a Brieva, donde coincidió con Iñaki Urdangarin. "Hablé un par de veces con él y me pareció un señor muy amable que me trató de igual a igual sin darse aires de superioridad", recuerda. De allí fue trasladada de nuevo a Madrid, esta vez al centro penitenciario de Estremera. Fue entonces cuando descubrió que realizaban dinámicas deportivas y que hasta había clases de batuca. Primero lo intento con el baloncesto, "pero un monitor me vio gordita y me propuso el rugby". Analía nunca lo había practicado. "No sabía ni que existiera", dice. Pronto se dio cuenta que de aquello encajaba en sus esquemas porque actuaba como "válvula de escape" para dejar de lado su estrés, al tiempo que le servía para recuperar "poco a poco" su autoestima.

"Es que el rugby te ayuda a empatizar y a socializar con tus compañeros", subraya. En pocos días su estado de ánimo mejoró "y, además, comencé a bajar peso". Se aficionó tanto que solo deseaba que llegaran los días de entrenamiento. No le importaba nada "caer en el pedrerío" y regresar a su celda con "raspazos" porque "en esos momentos me olvido de que estoy presa". Hace nueve meses a Analía le concedieron el tercer grado penitenciario. Por eso ahora está recluida de lunes a viernes en un CIS y pasa los fines de semana "con mi bebé" que ya tiene 21 años y estudia arquitectura. La ayuda de una cuñada y de su madre ha sido crucial para sacar adelante a su hija. "Se han roto el lomo por ella", indica la jugadora del Cisneros Estremera. En noviembre de 2027 habrá liquidado definitivamente su condena. A lo mejor, mientras tanto, vuelve a repetir experiencia con algún equipo. Ya lo intentó con las chicas del Getafe pero le dio miedo "al verlas tan grandes". Su experiencia adquirida con el paso del tiempo le hace aconsejar a otras chicas practicar rugby. "Desde luego, a mí me ayudó a ubicarme y a saber quién soy y lo que quiero hacer".

Al relatar Israel lo que él mismo define como una infancia "algo complicada", es fácil entender por qué acabó en prisión. Tenía todos los boletos comprados. Su padre había muerto, su padrastro era alcohólico y dos de sus hermanos mayores vendían droga. Siendo un adolescente "quería ser como ellos y al final uno siempre aspira a convertirse en el alumno que supera al profesor". A sus 37 años se ha pasado casi un tercio de su vida en prisión. Eso sin contar los cuatro años que estuvo recluido en un centro de menores. Acabará de cumplir condena "el once" de 2027. No es capaz de asociar once con el mes de noviembre. Hasta hace unos meses tampoco sabía leer ni escribir. Ahora está en un módulo educativo mixto del centro penitenciario de Estremara para paliar en parte su déficit cultural. “Es de las mejores cosas que me han pasado en la vida”, afirma sin levantar apenas la vista de suelo. "¡Ojalá que en todos los sitios donde estuve hubieran tenido un módulo así!", añade.

placeholder El cartel del evento celebrado en Madrid. (Cedida)
El cartel del evento celebrado en Madrid. (Cedida)

Las dificultades de los reclusos

Navarro recuerda que creció en un barrio de Alicante "sin tener jamás nada en los bolsillos", así que cuando quería un móvil "se lo quitaba a alguien". De muy joven comenzó a consumir pastillas, "pero mi ruina fue cuando conocí la cocaína y la heroína en prisión". Dice que ya ha cambiado y que está arrepentido. Incluso emplea parte de su tiempo en dar charlas en institutos y universidades para contar sus experiencias. "Reconozco que he sido un poquito conflictivo, pero no quiero que nadie piense que me gusta hacer daño a las personas". Reitera que no tiene maldad y que tan solo es una persona "normal y corriente" al que algunos se empeñan en verle "como a un bicho raro". Su pareja, a la que conoció hace 15 años en una discoteca de Alicante, es otra de las pocas cosas buenas que le han pasado en la vida. "Tiene el cielo ganado porque solo hay una mujer entre mil capaz de aguatar todo lo que ella ha aguantado". Debe de ser mucho, porque en estos estos tres últimos lustros se ha pasado once años entre rejas. La otra ayuda es la de su hija de ocho años a la que nunca ha ocultado su pasado "porque quiero que sepa lo que ha hecho su padre y las circunstancias que le llevaron a hacerlo".

En el campo de rugby de la Ciudad Universitaria Navarro luce con orgullo su camiseta verde de los Invictus de Estremera. Hasta ingresar en la cárcel no había practicado ningún deporte. "Un día un compañero que está en tercer grado me dijo que me apuntará y flipé". El rugby le ayuda a superar los días malos y a despejar su mente. "Me da paz interior porque acabo bastante cansado al ser un deporte de tanto contacto", admite. Pese a tener que volver en una horas a prisión, daba la impresión de que Navarro es una persona feliz y, sobre todo, agradecida. Todo eran elogios para sus educadoras, psicólogas y trabajadoras sociales. "Lo que han hecho esas mujeres por mí, no lo he visto nunca, y si hubiera más personas como ellas, otro gallo cantaría". No olvida, ni quiere hacerlo, la figura de la madre "que murió un año antes de que ingresara en prisión", al tiempo que trata de superar los recuerdos de la época en que odiaba a la Policía "porque cuando llegaban a casa, tiraban la puerta abajo y esposaban a toda mi familia por un delito que había cometido uno de mis hermanos".

Otro de los equipos que se desplazó hasta Madrid para participar en el torneo fueron los zaragozanos del Fénix Zuera que llevan trabajando con presos desde hace seis años. Tal y como rezan las bases del campeonato la elección de cada interno era una forma de premiar a aquellos que han destacado por su "compromiso", "implicación" y "comportamiento" en las actividades de rugby que se desarrollan en distintos centro penitenciarios. Era la primera vez que disputaban un partido fuera de los muros de una prisión. Hasta ahora siempre habían jugado en el centro penitenciario de Zuera en un terreno de césped artificial que se retiró de otro campo y que los propios presos se encargaron de reubicar en el interior de una cárcel que alberga a unos 1.600 reclusos. El coordinador de la actividad social de la Fundación, Adolfo Escolá, comenta que recibieron "encantados" la propuesta del Cisneros. Trabajan con uno grupo de 35 internos "al que hace unos pocos meses se han incorporado 11 mujeres". Todos no pudieron viajar a Madrid porque no cumplen los requisitos que establece la ley penitenciaria. De hecho, no se desplazó ninguna mujer porque todas están como preventivas y, por lo tanto, no pueden acceder aun a obtener permisos carcelarios.

Foto: Juana Stella celebra la victoria con España. (Imagen cedida)

Algunos se quedaron sin participar

El equipo que lució la camiseta blanca Fénix Zuera estaba compuesto por varios internos que aún están cumpliendo condena, otro que está pendiente de juicio y otros dos que ya están en libertad. Su experiencia en partidos celebrados dentro de prisión frente a militares y sus entrenamientos de los martes, salvo los de julio y agosto, les permite estar en una buena forma física. Todos viajaron a Madrid en un autobús que el centro penitenciario puso a su disposición, y al terminar el torneo emprendieron la vuelta a Zaragoza. Algún preso se quedó "jorobado" porque al final no le concedieron el correspondiente permiso. "En Zuera quedaron jugadores muy bueno que ganaron a los militares", se lamenta Escolá. Quien ya no está en los entrenamientos es Rodrigo Lanza, que fue condenado a 20 años de prisión por el caso conocido como "el crimen de los tirantes", porque hace tiempo que fue trasladado.

Con la expedición zaragozana se desplazó hasta Madrid Walid Nachat, un marroquí de 29 años que estuvo en prisión tres años y ocho meses. "De muy pequeñito" se afincó en la localidad oscense de Ainsa, próxima al Parque Nacional de Ordesa, junto a su madre y su hermana. Allí estudió la ESO hasta los 16 años y luego se matriculó en Huesca para cursar un grado de soldadura. Una serie de "errores", como él mismo los califica, dieron con sus huesos en la cárcel. Primero fue una pelea, luego varios arrestos por circular sin el permiso de conducir y, de nuevo, otra pelea. Por esta última causa le cayeron dos años y cuatro meses. Como la pena era superior a los dos años, y ya tenía pendientes otras condenas por los delitos anteriores, ingresó en el centro penitenciario de Zuera donde permaneció recluido tres años y ocho meses de cárcel. "Ahora tengo trabajo, una novia y una niña", dice muy orgulloso. Y es que ha conseguido dejar atrás "las malas compañías que impidieron que me pudiera dar cuenta de los errores que estaba cometiendo hasta que ya fue demasiado tarde".

En Zuera, los monitores le invitaron a probar con el rugby "para que dejara de pensar en otras cosas". Descartó otros como el fútbol, el baloncesto o el atletismo. "La razón de que escogiera el rugby se debe a que es un deporte de equipo que te ayuda a evadirte de los problemas del día a día, a concentrarte y a ordenar mejor tus pensamientos", explica Nachat que ya lleva cuatro años en libertad. Su vida ha cambiado por completo tras cumplir condena. "Ya no tengo las distracciones que te desvían del camino correcto", señala. En Ainsa, echa de menos el rugby y a sus compañeros a quienes sigue por Instagram. En el pueblo no hay equipo, aunque tampoco tendría tiempo para entrenar y jugar. Está volcado en cuidar de su familia, incluida su madre que vive con ellos, y en su trabajo. La cita de Madrid no la olvidará fácilmente. Le sirvió para matar el gusanillo del rugby. También era su forma de agradecer al Fénix la buena acogida que le dieron y el trato amable que siempre han tenido hacia él.

"El rugby me ha servido para sentirme libre dentro de prisión". La frase es de Analía (nombre ficticio), una colombiana de Cali que lleva 13 años cumpliendo condena por un robo con violencia en el interior de una vivienda junto a otras tres personas. Es uno de los testimonio del grupo de reclusos que participaron en Madrid el pasado sábado en el primer torneo nacional de rugby penitenciario organizado por la Fundación Rugby Cisneros. Su historia no es la típica de una chica joven latina que viene a España cargada con droga y le detienen en el aeropuerto. Todo lo contario, es la de una joven de 21 años que aterriza en Madrid acompañada de su hija para trabajar como auxiliar de enfermería en una casa y estar a cargo de una señora mayor que necesitaba cuidados especiales. Todo comenzó a torcerse al cabo de cuatro años, cuando la mujer falleció. No lo pareció al principio cuando encontró otro empleo en una residencia. Sin embargo, aquello duró poco. De repente, se vio en la calle a cargo de su hija y de su hermano menor que había venido a España para estudiar. "Solo tenía dos opciones: robar o ponerme de puta", se lamenta. Escogió la primera y le cogieron. "Es que no sirvo ni para eso", añade. La sentencia inicial fue de 40 años, pero tras ser recurrida, y gracias a la refundición de penas, la cosa se quedó en los 16 años y tres meses.

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