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El fracaso de las ayudas contra la crisis obliga a repensar el modelo de protección social
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UN AÑO DEL ESCUDO FRENTE A LA GUERRA

El fracaso de las ayudas contra la crisis obliga a repensar el modelo de protección social

Las medidas para paliar el golpe de la inflación entre los más vulnerables solo llegan a unos pocos miles de familias: la mayoría se da contra el muro de la desinformación y la burocracia

Foto: Colas del hambre en Madrid. (EFE/Yanessa López)
Colas del hambre en Madrid. (EFE/Yanessa López)
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Si hubiera que juzgar una medida por sus intenciones, el Plan E de José Luis Rodríguez Zapatero habría evitado los récords del paro durante la Gran Recesión, la amnistía fiscal de Cristóbal Montoro habría aflorado miles de millones para salvar las maltrechas arcas del Estado y la ley catalana inspirada por Ada Colau, acabado con el problema de los alquileres en Barcelona. Nada de esto ocurrió, sino más bien lo contrario. No hay más que echar un vistazo a los informes del Tribunal de Cuentas, las sentencias del Constitucional o las ofertas de Idealista.com. "Las políticas públicas se evalúan por sus efectos", contrapone Juan Luis Jiménez, experto de la Universidad de Las Palmas. Una afirmación a la que, en la España actual, habría que añadir un matiz: si tienen efecto sobre alguien.

Como el expresidente del Gobierno, el exministro de Hacienda o la alcaldesa de Barcelona, el Ejecutivo de coalición ha tirado de boletín oficial para solucionar una situación muy complicada: la crisis inflacionista que merma los ingresos de las familias. Pero, a diferencia de ellos, lo ha conseguido con relativo éxito: hoy nuestro país es el segundo de Europa con un índice de precios de consumo (IPC) más bajo, gracias a la efectividad del tope al gas, la subvención a los combustibles o las numerosas rebajas de impuestos, como reconocen el Banco de España o la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF).

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Todas estas medidas benefician al conjunto de la población, y algunas incluso más a los más ricos: su carácter regresivo ha sido el precio a pagar por embridar la inflación, en contra del criterio de los principales organismos internacionales. En cambio, las ayudas focalizadas, que se dirigen solo a quienes más lo necesitan, vagan sin pena ni gloria por los recovecos burocráticos.

El fracaso del escudo contra la crisis ha dejado sin protección a millones de hogares, un año después del primero de los tres grandes paquetes de medidas para paliar el impacto de la guerra. Son los cálculos del propio Gobierno, que queda en evidencia cuando se contrastan los anuncios y la realidad. Tan solo unos pocos miles de familias están recibiendo el apoyo que cada martes se anuncia en el Consejo de Ministros, según las cifras que ofrecen los diferentes departamentos. La situación, con tasas de cobertura que en ocasiones no llegan al 1%, obliga a repensar el joven modelo de apoyo a los más vulnerables en España, que apenas está naciendo tras décadas con un sistema de protección social centrado en las prestaciones por desempleo y las pensiones.

Los expertos en políticas públicas consultados por este periódico ven en la falta de información y las dificultades en el proceso de solicitud las principales causas de este fiasco. Entre las soluciones, proponen concentrar las ayudas en un único instrumento —el ingreso mínimo vital— y, ya a largo plazo, hacer obligatoria la presentación de la declaración de la renta para que el Estado disponga de los datos fiscales de toda la población y pueda repartir los subsidios automáticamente a los menesterosos.

Hoy por hoy, en cambio, la carga del proceso recae sobre los hombros de los ciudadanos, obligándoles a tomar una actitud proactiva para la que los más vulnerables carecen de los recursos necesarios (formación, tiempo, acceso a internet o, simplemente, confianza en el sistema). Un ejemplo: el bono social llega a la mitad de las familias numerosas más ricas y solo al 30% de las más pobres, cuando todas tienen el mismo derecho a pedirlo... y las segundas una mayor necesidad.

"Tratamos este tipo de apoyos como árboles de Navidad donde colgamos un montón de cosas"

Jorge Galindo, del laboratorio de ideas EsadeEcPol, apunta dos pecados originales en el sistema español de protección social no contributivo: la dispersión y la discontinuidad. "Tratamos este tipo de apoyos como árboles de Navidad donde colgamos un montón de cosas, intereses parciales… son muy complicados y están a punto de caerse", advierte.

Este viejo problema se ha agravado con los paquetes de medidas del último año. La necesidad de actuar rápido para solucionar una coyuntura muy acuciante obligó a un diseño poco reflexivo de las ayudas públicas, que se fueron acumulando unas sobre otras hasta generar un maremágnum en el que el ciudadano se pierde. La sensación de provisionalidad, destaca el sociólogo, hizo que muchos desistiesen del farragoso proceso burocrático que en ocasiones suponía solicitarlas. Todo lo contrario a un sistema coherente de protección social a largo plazo.

El ejemplo más representativo de esta sucesión de parches es el bono social para pagar la factura de la luz. Se trata de una de las medidas pioneras en España en el auxilio de los más vulnerables, que se inició durante el mandato de Zapatero. Además de ampliar su cuantía, el Gobierno relajó en marzo de 2022 los requisitos económicos para acceder a él, con el objetivo de que una parte de las rentas medias depauperadas por la inflación pudieran beneficiarse, y no solo los más desfavorecidos, como ocurría hasta ese momento. El descuento, que pretendía llegar a 600.000 hogares más, no consiguió sus objetivos: según el Ministerio de Transición Ecológica, lo reciben hoy 1.350.000 unidades familiares, solo 50.000 más que hace un año.

El pasado otoño, el Gobierno intentó enmendar este error de cálculo con lo que eufemísticamente llamó "nueva categoría del bono social". En realidad, esta medida no tenía nada que ver con el bono, ya que se trataba de una ayuda temporal —que tras su reciente extensión estará en vigor hasta el 31 de diciembre de 2023— y por una cuantía menor. Pero los umbrales de renta para recibirla eran todavía más laxos, por lo que el Ejecutivo intentaba cubrir a los trabajadores pobres que no habían conseguido acogerse a la ampliación del bono social que se había decretado medio año antes. El resultado ha sido el mismo: un rotundo fracaso.

De los 1,2 millones de familias que calculaba el Ministerio de Transición Ecológica, solo 12.000 reciben el descuento hoy en día. En otras palabras: las dos medidas focalizadas para aliviar la factura de la luz a los más golpeados por la crisis energética podían haber llegado a más de dos millones de hogares, pero se quedaron en unos 60.000. En el caso del bono social eléctrico, su obtención conlleva la concesión automática del bono social térmico para los gastos de calefacción y agua caliente, por lo que el fracaso resulta todavía más gravoso.

La insuficiencia de estas ayudas no es algo nuevo: según un estudio de EsadeEcPol, solo un 8,3% de las familias recibe algún bono energético, aunque un 14,3% declaró que tuvo problemas para mantener su vivienda a una temperatura adecuada en 2021, el último año con datos oficiales de pobreza energética. ¿Qué está fallando?

El Gobierno ha externalizado al sector privado el proceso de concesión de las ayudas energéticas

En este caso, el error del Ejecutivo fue replicar para el llamado bono temporal de justicia energética el mismo procedimiento que para el bono social tradicional. En ambos casos, la solicitud se debe realizar ante las comercializadoras, a través de un complejo papeleo que estas empresas no tienen especial interés por resolver. Al fin y al cabo, son ellas las que sufragan la subvención, aunque suelen trasladar el gasto al conjunto de sus clientes por medio de un recargo en la factura. Sin embargo, el problema se repite en las demás medidas focalizadas del Ejecutivo, es decir, en todas aquellas en las que la Administración tiene que discernir a quién se las concede, con las energéticas a la cola de la tasa de cobertura.

Mientras que todo el que quiera puede cambiarse libremente a la tarifa regulada de la luz para beneficiarse de la excepción ibérica o a la tarifa regulada del gas para aprovechar el tope establecido por el Gobierno, las comunidades de vecinos lo tienen un poco más difícil para acogerse a esta última posibilidad, que les supondría un ahorro del 50%, según el Ejecutivo. La llamada TUR estaba vetada hasta ahora a los usuarios de calderas comunitarias, pero el Consejo de Ministros habilitó en octubre una vía para acabar con esa discriminación. Esto ha dado lugar a un gran contraste: la avalancha de hogares que se pasa a la tarifa regulada del gas no para de crecer, mientras que en el caso de las comunidades solo lo han hecho 5.000 de un total de 1,7 millones de potenciales beneficiarios. Y el invierno ya se ha acabado.

Fuentes del Ministerio de Transición Ecológica apuntan a la dificultad de los vecinos para ponerse de acuerdo, pero reconocen que en algunos casos también ha podido influir el hecho de que las fincas no cumpliesen la normativa, que exige disponer de contadores individuales de calefacción en las viviendas y haber superado con éxito la inspección de eficiencia energética. En este caso, también son las propias comercializadoras las que gestionan el proceso: la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) ha abierto una investigación sobre las presuntas trabas que ponen las compañías. El Gobierno, en definitiva, ha externalizado al sector privado la concesión de las ayudas energéticas, y exige una serie de condiciones que, ante la urgencia de la situación, no todos se pueden permitir. Los resultados se hallan a la vista.

No es el único caso en que se confían las soluciones a la buena voluntad de las empresas, mientras se anuncian cifras imposibles de alcanzar. El Código de Buenas Prácticas para el sector bancario, que ofrece diferentes salidas a las familias con dificultades para pagar la hipoteca en plena alza de los tipos de interés, solo beneficia a 9.000 hogares, según ha reconocido recientemente la ministra de Economía, Nadia Calviño. El Gobierno habló de un público potencial de un millón, aunque es cierto que la medida solo lleva tres meses en vigor.

Olga Cantó, de la Universidad de Alcalá de Henares, se muestra muy crítica con este desfase entre las promesas y la realidad, ya que mina la confianza del ciudadano en el sistema: "No estar aplicando las políticas que puedes aplicar en algunos casos puede ser peor que no hacer nada". Galindo, por su parte, ve en estos anuncios una cuestión de "señalización política". Es decir, hacer ver que se está haciendo algo para responder a las necesidades de cada momento. El riesgo es que cada vez cuelguen más bolas del árbol de Navidad, como ya está ocurriendo, sin que mejore la vida de quienes se quedan excluidos.

Un ejemplo es el cheque de ayudas para las rentas bajas. El pasado verano, el Ejecutivo diseño una primera subvención de 200 euros, que apenas llegó a 600.000 hogares, menos de la cuarta parte de los potenciales. Era el momento de máxima preocupación por la inflación, que batió en julio su récord de las últimas cuatro décadas, al alcanzar una tasa interanual del 10,8%.

Pese al fracaso de la medida, el Gobierno decidió aprobar en diciembre un segundo pago. Pero en esta ocasión elevó los umbrales de renta, desde los 14.000 hasta los 27.000 euros anuales, con el objetivo de ampliar el número de perceptores potenciales. Aunque ninguno de los dos cheques tenía carácter finalista, el segundo se vendió como una medida para hacer frente al alza del precio de los alimentos, que, pese a la moderación de la inflación, era lo que más empezaba a preocupar entonces —y continúa preocupando ahora—. Esta vez, el resultado no ha sido tan malo, gracias a una simplificación al máximo del procedimiento: según el Ministerio de Hacienda, el número de familias que ha solicitado la ayuda asciende a 2,7 millones, casi dos tercios de las que tenían derecho a ella.

En definitiva, el Gobierno se ha ido subiendo a la ola de las preocupaciones ciudadanas con todo tipo de medidas, pero sin integrarlas en un sistema de protección a largo plazo como el que demandan los expertos. Y eso que España ya lo tiene. Se llama ingreso mínimo vital (IMV) y por él pasan gran parte de las esperanzas de cara a los próximos años. En vigor desde junio de 2020, esta paga para las familias más necesitadas debe, según Galindo, servir como vehículo conductor que integre el conjunto de las ayudas públicas no contributivas. Es el árbol, pero sin las bolas que se quitan y ponen constentemente ante todo tipo de situaciones e intereses coyunturales.

Dar las ayudas automáticamente

Pese a su arranque dubitativo, este instrumento ha ido aumentando constantemente su número de perceptores hasta lograr una tasa de cobertura bastante razonable: un 70%. El trámite resulta farragoso, especialmente por la saturación de las oficinas de la Seguridad Social. Pero la intensa campaña de información del Gobierno para que nadie se quede fuera y la existencia de cuantías generosas y de carácter permanente —mientras se cumplan las condiciones que justificaron la petición de la ayuda— han ido consolidando este subsidio como la medida estrella del sistema asistencial. "Al percibirlo como más estructural, se hace un mayor esfuerzo para pedirlo", destaca Galindo.

A corto plazo, el sociólogo de EsadeEcPol pide centralizar todas las pagas en el IMV. Sin embargo, esto podría dejar fuera a aquellas personas que no lo reciben, pese a sufrir algunas situaciones de vulnerabilidad, especialmente en la coyuntura actual o ante desafíos como la transición energética, que también afectan a las clases medias. Por eso, tanto Galindo como Cantó dibujan una solución ideal a largo plazo: otorgar soluciones a la carta en función de lo que necesite cada ciudadano, sin necesidad de pedirlas. Aunque parezca imposible, no lo es, como demuestra una parte del sistema de protección social francés.

La clave está en los datos fiscales. "En este momento, la Agencia Tributaria ya ha cruzado sus datos con la Seguridad Social para el IMV", recuerda la profesora de la Universidad de Alcalá de Henares, que participó en el grupo de expertos que asesoró al Gobierno para la reforma fiscal. En aquel documento, los sabios ya recomendaron al Ejecutivo agilizar la respuesta pública a las necesidades de cobertura social a través de su integración con el sistema tributario. Pero para ello es necesario que se universalice la presentación de la declaración de la renta, como defienden todos los expertos consultados. Paradójicamente, quienes más necesitan las ayudas están exentos de hacerlo, pues no alcanzan el mínimo obligatorio.

Foto: Una bombilla. (iStock)

Jiménez no tiene dudas: "Todo el mundo deberia hacer la declaracion. El Estado tendría la informacion del conjunto de los ciudadanos y sabría quiénes son las personas beneficiadas de las ayudas, podría dárserlas de manera directa sin necesidad de solicitarlas. Así se hace una politica efectiva". El proceso resulta mucho más sencillo que, por ejemplo, la solicitud del bono social, gracias a los borradores que envía la Agencia Tributaria. No en vano, Hacienda es el organismo más eficiente de la Administración, como recuerda Cantó y demuestra el hecho de que fuesen los dos pagos gestionados por este ministerio —los bonos de 200 euros— los que alcanzasen una mayor tasa de cobertura.

Según la experta en políticas públicas, la impopularidad de la medida quedaría matizada cuando los ciudadanos apreciasen que los beneficios son muy superiores al esfuerzo realizado, por lo que la presentación obligatoria debería estar supeditada al compromiso del Estado de que no supusiese una mayor carga fiscal para el contribuyente. La concesión automática permitiría diseñar políticas ad hoc en función de las necesidades de los hogares, aunque también podría hacer que se colasen algunos perceptores que no cumplen los requisitos. Tanto Galindo como Cantó defienden que se trataría de un mal menor y, en cualquier caso, con unos costes inferiores a la burocracia actual. "Es mejor dejar a un culpable en la calle que a un inocente en la cárcel", concluye la experta. De momento, nuestro Estado de bienestar está haciendo justo lo contrario.

Si hubiera que juzgar una medida por sus intenciones, el Plan E de José Luis Rodríguez Zapatero habría evitado los récords del paro durante la Gran Recesión, la amnistía fiscal de Cristóbal Montoro habría aflorado miles de millones para salvar las maltrechas arcas del Estado y la ley catalana inspirada por Ada Colau, acabado con el problema de los alquileres en Barcelona. Nada de esto ocurrió, sino más bien lo contrario. No hay más que echar un vistazo a los informes del Tribunal de Cuentas, las sentencias del Constitucional o las ofertas de Idealista.com. "Las políticas públicas se evalúan por sus efectos", contrapone Juan Luis Jiménez, experto de la Universidad de Las Palmas. Una afirmación a la que, en la España actual, habría que añadir un matiz: si tienen efecto sobre alguien.

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