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Alemania ya no es la que era: cómo Berlín pierde influencia en Europa
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Alemania ya no es la que era: cómo Berlín pierde influencia en Europa

Ni Macron ni Scholz han mantenido viva la llama del eje franco-alemán. Probablemente, aunque las causas son múltiples, porque la gran ampliación de 2004, cuando se adhirieron diez países del Este de una tacada, ha diluido el poder de ambos

Foto: El canciller de Alemania, Olaf Scholz. (Reuters/Annegret Hilse)
El canciller de Alemania, Olaf Scholz. (Reuters/Annegret Hilse)
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Hubo un tiempo, no hace mucho, en que el eje franco-alemán mandaba en Europa. Es verdad que de una forma desequilibrada, al fin y al cabo, la potencia económica germana —un 25% del PIB de la UE— era el mejor salvoconducto para tomar decisiones fuera de sus fronteras, y, de hecho, incluso la arrogante Francia tuvo que ceder ante el empuje de Berlín.

Muy atrás quedaban los tiempos en que De Gaulle y Adenauer firmaron un equilibrado tratado, en 1963, que sellaba formalmente la amistad entre dos viejos enemigos. Es conocido que el canciller Kohl y Mitterrand, como sus antecesores, Giscard d'Estaing y Helmut Schmidt, siguieron el mismo camino, pero la crisis financiera de 2008 lo cambió todo. Alemania impuso su receta de austeridad para salir de la crisis, pero lo cierto es que desde entonces el eje franco-alemán se ha quebrado. Atrás quedan los tiempos de la canciller Merkel, cuya influencia en el BCE, con sus políticas de tipos de interés cero, ha ido menguando tras la salida de los halcones del Bundesbank.

Es un hecho que ni Macron ni Scholz han mantenido viva la llama. Probablemente, aunque las causas son múltiples, porque la gran ampliación de 2004, cuando se adhirieron diez países del Este de una tacada, ha diluido el poder de ambos. En particular de Alemania, que ha sido víctima, paradójicamente, de la geopolítica y de las contradicciones internas del propio sistema económico. Tampoco Francia ha salido mucho mejor parada de este movimiento subterráneo en la política europea a causa del choque tectónico entre China y EEUU.

El país más volcado al comercio exterior ha visto como en los últimos años su poder ha mermado. También en el comercio internacional de mercancías. Desde 2016, que es cuando durante la era Trump comenzaron las tensiones comerciales, el peso de las exportaciones germanas ha pasado de representar un 8,4% en el conjunto del planeta al actual 6,6%. El retroceso puede parecer pequeño, pero es vital para un país que ha construido su modelo de crecimiento en torno a la demanda exterior.

El retroceso parece pequeño, pero es vital para un país que ha construido su modelo de crecimiento en torno a la demanda exterior

Es más. Si es verdad, como dice el dicho, que las malas noticias nunca vienen solas, lo relevante es que, además, la invasión de Ucrania por Rusia ha hecho saltar por los aires un modelo industrial basado en los bajos costes de la energía, lo que en definitiva ha provocado que el país haya perdido buena parte de su competitividad. La ampliación hacia el Este, para más inri, ha hecho el resto. Puede ser anecdótico, pero en cualquier caso es significativo. De los 720 diputados que saldrán de las elecciones al parlamento europeo, apenas 96 (es el país más grande) serán alemanes, un 13%, la mitad de lo que pesa su PIB. La pérdida de representación podría ser mayor si finalmente la alemana Von der Leyen no repite, aunque por eso la propia interesada ha ofrecido a Meloni a ingresar en la casa de la derecha europea. Se trata de asegurarse el cargo.

La regla de la unanimidad

Aunque muchas empresas alemanas producen ahora fuera de sus fronteras en la Europa oriental, sus intereses no siempre se imponen. Entre otras razones, porque la regla de la unanimidad en las grandes decisiones sigue pesando como una losa, lo que merma el poder de Berlín, que ha visto cómo crece orgulloso el nacionalismo en Hungría o Eslovaquia, cuyas políticas de alianzas son, a veces, variopintas. Y lo que no es menos importante, la labor de China, infiltrándose en el tejido productivo de muchas naciones europeas con su política de inversiones, hace que los intentos de Berlín de poner sanciones a Pekín para frenar las importaciones caigan en saco roto. Ahora bien, nunca hay que perder de vista que Alemania juega un doble papel en este asunto. El Gobierno germano sabe mejor que nadie que si se imponen sanciones, también el país sufrirá en la medida que el mercado chino es fundamental para sus empresas. El comercio mundial, ya se sabe, funciona con la regla de la reciprocidad.

Y la realidad es que pocos gobiernos están dispuestos a sacrificar una inversión procedente de China, por ejemplo en la fabricación de coches eléctricos de bajo coste, para satisfacer a Alemania, cuya industria del automóvil está seriamente tocada por la penetración china. Entre otras razones, porque los objetivos para luchar contra el cambio climático están ahí y la ventaja de China es manifiesta. Las importaciones europeas de vehículos eléctricos chinos se han más que duplicado entre 2021 y 2023, hasta alcanzar los 430.000 vehículos al año por un valor de 10.000 millones de euros, según el Instituto Peterson.

Las importaciones europeas de coches eléctricos chinos se han más que duplicado entre 2021 y 2023, hasta los 430.000 vehículos al año

No es de extrañar, por eso, que a pocos días de las elecciones europeos, Macron se haya plantado en Berlín en visita de Estado de tres días para entrevistarse con Scholz y dar una señal a la opinión pública de que el eje funciona, pero ese movimiento parece tener más que ver con la retórica que tanto le gusta al presidente francés que con una recuperación de los tiempos pasados.

La revista Der Spiegel, con razón, ha descrito la relación entre Macron y Scholz como "un romance de lo más platónico" en el sentido literal del término. Es decir, tiene mucho de ilusorio y poco de políticamente carnal. Y eso se ha manifestado en los últimos años a la luz de la frialdad de las relaciones entre ambos. Probablemente, porque uno y otro sufren con preocupación el avance de la extrema derecha en los dos países, singularmente en Francia, donde la Agrupación de Marine Le Pen será muy probablemente el partido ganador de las elecciones (la distancia actual es de dos dígitos).

En la visita, el presidente francés recibirá el premio Westfalia en conmemoración de la paz que supuso el comienzo de un nuevo orden internacional. Macron está de salida (2027), aunque queda todavía tiempo, y nadie se jugaría un marco de los antiguos por la continuidad del canciller. Otra cosa es que quieran dejar su impronta y hayan empezado a hablar de reparto de cargos tras las elecciones europeas. Sólo hay un problema, y no es pequeño: los viejos socios no tienen garantizada una mayoría suficiente para elegir al futuro presidente de la Comisión Europea, que debe salir del parlamento con mayoría absoluta. Al presidente del Consejo, por su parte, se le elige por mayoría cualificada: 55% de los países y 65% de la población total de la UE. Y es un hecho que a Macron nunca le ha gustado Von der Leyen, y por eso se ha dejado caer que estaría interesado en la candidatura de Maro Draghi, lo que sería un golpe para los intereses de Alemania. Italia, siempre con una diplomacia muy engrasada, sobre todo ahora que Meloni es objeto del deseo de la extrema derecha y de la derecha conservadora, puede jugar sus bazas, lo que en última instancia también diluiría el poder de Berlín.

Otro frente de batalla

La respuesta que ha dado Europa a la invasión de Gaza tras los atentados de Hamás es la mejor prueba, en el plano político, de esa pérdida de influencia. El hecho de que dos gobiernos de la UE, España e Irlanda, junto a Noruega, el país con la mejor calidad democrática del planeta, hayan reconocido a Palestina pone de relieve que la influencia de Alemania —que casi siempre ha estado en el lado equivocado de la historia en política exterior— se está diluyendo.

Cuando en enero de 1986 Felipe González anunció en la Cumbre de La Haya el reconocimiento diplomático de Israel, España estaba alineada por el eje franco-alemán, en particular gracias a las excelentes relaciones personales entre el presidente del Gobierno y Kohl, que no fue ajeno a ese reconocimiento histórico que ningún Gobierno de la democracia se atrevió a dar.

Hoy es impensable esa influencia. Borrell, el jefe de la diplomacia de la UE, hace tiempo que se desmarcó de la posición de Berlín y de sus aliados más estrechos, que respiran por la herida abierta durante el nazismo. Pero ahora incluso la coalición alemana comienza a fracturarse. Alemania, un exportador clave de armas a Israel, ha cambiado su retórica y el vicecanciller Robert Habeck (Los Verdes) criticó a Israel por "su enfoque desproporcionado en la Franja de Gaza". Las acciones de Israel son "incompatibles con el derecho internacional", dijo. Algo se mueve en Alemania, que, en todo caso, ya ha dejado de ser lo que era.

Hubo un tiempo, no hace mucho, en que el eje franco-alemán mandaba en Europa. Es verdad que de una forma desequilibrada, al fin y al cabo, la potencia económica germana —un 25% del PIB de la UE— era el mejor salvoconducto para tomar decisiones fuera de sus fronteras, y, de hecho, incluso la arrogante Francia tuvo que ceder ante el empuje de Berlín.

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