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Cuando Chillida descubrió las enigmáticas taulas de Menorca: “Es una isla de viento y piedras”

Por Alberto G. Luna

Pilar Belzunce y Eduardo Chillida en Menorca
© Zabalaga Leku, San Sebastián, VEGAP, 2024. Cortesía de Eduardo Chillida y Hauser & Wirth

Con motivo del centenario de su nacimiento, desde el 11 de mayo hasta el 27 de octubre la exposición ‘Chillida en Menorca’ profundiza en la influencia que ejerció la isla en el trabajo del escultor a través de la luz, el viento o las enigmáticas taulas en forma de T.

Durante los duros meses de invierno, un viento frío y seco proveniente del norte se precipita por el macizo central francés, acelera entre los Alpes y Pirineos, desemboca en el Golfo de León y finalmente golpea con fuerza Menorca. Según de dónde venga, algunos lo llaman el mistral. En la isla más particularmente, tramuntana. Una ventisca, en definitiva, de la que todos te hablan de mala gana mientras una mueca torcida se les vislumbra en la cara.

De ese viento sabía mucho Eduardo Chillida.

Habiendo crecido junto al océano Atlántico, el artista trabajó desde sus inicios en Hernani con materiales industriales vascos como el hierro, la madera y el acero al mismo tiempo que pasaba largas horas contemplando las olas y se refería al mar como su maestro. Ahí tienen, sino, Homenaje a la mar IV, que evoca la escarpada costa cantábrica a través de formas geométricas talladas en el frágil alabastro, en contraste con una base de piedra en bruto. O el Peine del viento.

Pero entonces conoció Menorca. Lo hizo gracias a José Antonio Fernández Ordóñez, íntimo amigo suyo e ingeniero, con quien realizó muchas de sus piezas. Y le gustó tanto que, junto a “La Machi” —su mujer, Pili—, un día cualquiera de 1989 decidió comprarse una casa en Alcaufar a la que llamó, como no podía ser de otra forma, Quatre Vents. A partir de ese momento, el escultor, grabador y pensador se dedicó a escudriñar también la naturaleza de esta isla de “viento y piedras”. Porque otra cosa no, pero Chillida era sobre todo un observador de las cosas.

“Algo que yo no sé sabe la hoja que vibra en aquella rama”, decía.

‘Untitled’, Eduardo Chillida. Foto: Alex Abril
Eduardo Chillida trabajando en su estudio de Menorca
Foto: Hans Spinner
‘Lurra M-13 (Earth M-13)’, Eduardo Chillida. 1995
Foto: Marc Autenrieth

Lo hacía desde el amplio ventanal de su estudio, donde tenía una mesa baja y una silla que acumulaban dibujos cosidos en papel; amparado en la sombra de una higuera o en los largos paseos que daba junto con su familia en un llaut. También trabajó la arcilla chamota. Se pasaba los tórridos meses de julio y agosto fabricando lurras que, el último día de verano, montaba en el coche y se llevaba a Francia para cocer.

La muestra Chillida en Menorca de la galería Hauser & Wirth, recoge en la Isla del Rey una selección de estas esculturas y obras sobre papel, además de otras que van desde 1949 hasta el 2000. La mayoría se mueve entre el espacio y el tiempo. El espacio, porque las esculturas parecen estar suspendidas en el aire; y los dibujos, ser bidimensionales. Y el tiempo, porque lo importante de todo lo que ocurre allí, como diría Henri Bergson, no es lo que cambia, sino el cambio en sí. Algo de lo que también habló Chillida en sus Escritos: “¿No son el tiempo y el espacio la negación de la estabilidad y la afirmación del cambio?”

Si uno se fija detenidamente, puede percibir cómo cada escultura tiene sus propias imperfecciones. Él las llamaba cicatrices. Surcos que hablan de nuestra propia historia. Cuando Chillida forjaba un material, lo que venía a continuación era el lenguaje de la naturaleza. Pulirlo o distorsionarlo habría sido un sacrilegio. Buscaba llegar a un lugar que solo existía en su cabeza y al que solo era posible llegar si se lo permitía la idiosincrasia del granito, el hierro, el alabastro o la piedra. Llegó a comprar 35 bloques de granito de Pakistán sin verlos, solo porque no habían sido cortados por el ser humano, sino por la propia tierra.

“La virtud está cerca del ángulo recto, pero no en él”, también decía.

Vista de la instalación, ‘Chillida in Menorca’ at Hauser & Wirth
© Zabalaga Leku. San Sebastián, VEGAP, 2024. Cortesía de Eduardo Chillida y Hauser & Wirth. Foto:Damian Griffiths

Asimismo, creía que la simetría representaba la seguridad, y que esta estaba —y sigue estando—, muy cerca de la muerte. De ahí esa continua búsqueda por renacer: “Lo que sé hacer es seguro que ya lo he hecho, por eso tengo que hacer siempre lo que no sé hacer”. Fue en Menorca precisamente donde se dejó inspirar por la luz blanca del Mediterráneo y las enigmáticas taulas en forma de T que se atisban en su trabajo.

En Lurra M-32, las finas incisiones revelan patrones de líneas rectas y circulares. En otras piezas como Lurra M-13, las incisiones penetran de tal manera que revelan el espacio interior. Los títulos de las obras también nos hablan de su origen: las que incluyen una M provienen de Menorca, mientras que las que tienen una G fueron hechas en Grasse, en el sur de Francia.

Chillida se inspiró en la naturaleza que le rodeaba para, a través de su arte, representar el núcleo mismo de la existencia, reinterpretando la dialéctica entre materia y vacío, espacio interior y exterior. “Lo hice mejor porque no lo conocía e iba cargado de dudas y de asombro”. Y no le faltó razón. Al fin y al cabo, los planificadores son los “cegadores del porvenir”.