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Lord Byron, la primera celebridad de la historia fue forjada a golpe de retratos

Por Pilar Gómez Rodríguez

‘Lord Byron en su lecho de muerte’, Joseph Dionysius Odevaere

Se cumplen doscientos años de la muerte de Lord Byron y numerosas iniciativas lo recuerdan. En este artículo se repasan algunos cuadros que, desde el principio, sirvieron para crear y apuntalar la iconografía byroniana.

Una mañana me desperté y me encontré con que era un hombre célebre”, escribió Lord Byron en una de sus cartas. No era así o no era exactamente así… “porque la fama cuesta”, como diría la mítica frase de una mítica profesora de danza de una mítica serie televisiva. La fama cuesta, sí, pero hay personas que la llevan en el ADN y no dejan de buscarla por uno u otro medio hasta que la encuentran.

Lord Byron era una de esas personas con destino de estrella. Lo sabía antes y mejor que nadie, y estaba dispuesto a todo para conseguirlo. Si había que escribir, se escribía; si había que dilapidar y arruinarse, lo hacía; acostarse con mujeres (incluida una medio hermana), hombres y procurar escándalos al personal con tal de que se siguiera hablando de uno, bienvenido todo ello. ¿Todo tipo de excentricidades? Que no falten. Por no faltar no le faltó a Byron que la muerte lo llamara joven, en otro país y luchando por una causa que había hecho suya: la independencia de Grecia del imperio otomano.

Se podría decir que ese hecho dio lugar al mito, y que el hermoso cuadro de Joseph Dionysius Odevaere –que lo muestra en su lecho de muerte como un dios (aunque datado dos años después, en 1826)– lo apuntaló, pero no fue así. Él mismo se había encargado de la creación de su propio mito a lo largo de su vida: le dio forma, lo cultivó… Como se lee en la monumental biografía de Fiona MacCarthy que acaba de ver la luz en español, publicada por Debate: “Este libro versa sobre la naturaleza de su fama: la ambición que Byron sentía como ‘la más poderosa de todas las emociones’, el grado en el que creaba y luego manipulaba su imagen visual, intentando controlar la reproducción de sus retratos; el complejo y fascinante entrelazamiento de su fama personal y su reputación literaria; su amargura cuando la notoriedad se tornó mala reputación, y las consecuencias que tuvo para futuras generaciones de su familia y su entorno”.

“Hay un retrato mío al óleo…”

El 22 de junio de 1809, en vísperas de empezar su Grand Tour, el viaje iniciático que todo joven de buena cuna y mejor educación tenía que hacer por Europa para ver mundo, Byron escribe a su madre unas letras desde Falmouth. Viaja con su séquito, el paquebote con rumbo a Malta se retrasa, han de cambiar la ruta… No faltan tribulaciones e imprevistos, pero ¿en qué piensa el joven George Gordon Byron? “Hay un retrato mío al óleo que habría que bajar cuanto antes a Newstead, me encantaría que las señoritas Parkyns se dedicaran a algo más provechoso que a llevar mi retrato en miniatura hasta Nottingham para encargar copias. Ahora que ya no tiene remedio, dígales usted si quiere que saquen copias de los otros, que gustan más que el mío”. Se refiere al retrato de cuerpo entero, obra de George Sanders, que el propio Byron había encargado al retratista y miniaturista escocés, como regalo para su madre. Cuando se empezó a hacer, Byron no tenía veinte años, era estudiante en Cambridge y estaba dando sus primeros pasos como poeta.

‘George Gordon, 6th Lord Byron’, George Sanders. Foto: Wikimedia

La obra lo muestra entre riscos, presumiblemente de la costa escocesa, dado el aprecio que el protagonista sentía por aquellas tierras, aparte de los vínculos familiares con la misma. Viento, mar brava, cielo amenazando tormenta… Y en ese paisaje típicamente romántico un joven criado lo contempla con arrobo, señalando el camino que han de tomar, la barca que les guiará hasta la otra embarcación. Mientras, el protagonista, con aire de apuesto Apolo de Belvedere, mira atrás entre la nostalgia y el desafío. ¡Oh!

Los retratos de Lord Byron

Byron comenzó la redacción de Las peregrinaciones de Childe Harold en Albania, tras pasar por Portugal, el sur de España, Cerdeña, Malta, Sicilia, recorrer Grecia… Al ojo inexperto, cuando abre la obra, le aparece un poema narrativo, organizado en cantos, donde el protagonista va contando sus andanzas al paso de lo que ve. El experto, en este caso el catedrático Agustín Coletes Blanco, encargado de la edición de las Cartas y poesía mediterráneas publicadas por KRK, sabe que está escrito en “estrofa spenceriana (una octava real seguida de un alejandrino), más compleja y dinámica que los rígidos pareados heroicos anteriores”. En cualquier caso, Las peregrinaciones del joven Harold —en otras traducciones— narra, en pequeñas dosis, las aventuras de un protagonista que no puede (y tampoco quiere) ocultar sus evidentes parecidos con el propio autor. “El primero de una larga serie de ‘héroes byronianos’ con característicos toques de cinismo, amoralidad y humor”, en palabras de Coletes, que sitúan la obra al borde de la autoficción.

Byron era un pésimo crítico de sus obras. Si con las primeras creía que se iba a comer el mundo —y recibió duras críticas— esta no acababa de convencerlo. Los dos primeros cantos se publicaron en 1812 gracias a la acción de su agente y su editor y, entonces sí, se convirtió en un fenómeno social. La salsa de todos los saraos. El motivo de conversación de todos los salones. El temido, el deseado, “loco, malo y peligroso” en palabras de una de sus amantes. Persona y personaje se mezclaban y la incorporación de ilustraciones grabadas a sus obras, donde no faltaba el rostro de Byron, promovía esa alborozada confusión.

Muchas tomaban como modelo el retrato icónico de Richard Westall en 1813. No fue el único que le hizo el artista inglés, fue el prototipo de al menos tres versiones que Westall pintó tras la exitosa publicación de La peregrinación... Concentra todos los tópicos románticos: joven apuesto que rechaza y es rechazado por el mundo, con mirada perdida y pensamientos ensimismados, al que le sientan estupendamente versos como "A veces, en su estado de ánimo más enloquecido y alegre, / extrañas punzadas relampagueaban a lo largo de la frente de Childe Harold / como si el recuerdo de alguna disputa mortal / o de una pasión decepcionada acechara". La mezcla de texto e imagen, la impresión de realidad, la publicación seriada convirtió la obra en una especie de protoinstagram y a su autor-narrador en una celebridad con una legión de admiradoras. Le escribían cartas, le perseguían, le enviaban mechones de cabello… Se había desatado la byronmanía, un antecedente del fenómeno fan que tenía al frente un mito… con todos los tics de los mitos. Había nacido una estrella.

‘George Gordon Byron, 6th Baron Byron’, Richard Westall. Foto: Wikimedia
‘George Gordon Byron, 6th Baron Byron’, Richard Westall. Foto: Wikimedia
‘Lord Byron’, Thomas Phillips. Foto: Wikimedia
‘Lord Byron’, Thomas Phillips. Foto: Wikimedia
‘Lord Byron con traje albanés’, Thomas Phillips
‘Lord Byron con traje albanés’, Thomas Phillips
‘Lord Byron’, Henry Meyer. © National Portrait Gallery, London
‘Lord Byron’, Henry Meyer. © National Portrait Gallery, London

Era gordo, o con tendencia a ganar peso, que luego tenía que bajar machacándose a base de boxeo, natación o esgrima. Era cojo, con una discapacidad en el pie (para la que hay distintos diagnósticos y teorías)… Y ninguna de estas cosas son las que tiene en la cabeza alguien que no se haya metido a leer o estudiar quién era George Gordon Byron con algo de profundidad. Bello y trágico héroe romántico, viajero, introductor del orientalismo en Occidente… Las etiquetas asociadas a Byron son las que transmiten sus retratos. Junto al de Westall, los de Thomas Phillips, de 1814, abundaron en la creación del mito y lo extendieron.

Uno de ellos lo muestra vestido de nuevo exquisitamente con capa azul isabelina y de nuevo fue grabado enseguida para que John Murray, el editor, pudiera usarla en los libros. El Retrato vestido de albanés, tras pasar varios años en el entorno familiar, volvió con fuerza en 1840, cuando el autor pudo realizar algunas réplicas. A mediados del XIX el orientalismo, que representaba determinados aspectos de las culturas y países orientales resaltando su exotismo, se convirtió en una corriente de la mano de figuras como Ingres, Delacroix, Gerôme…

Byron había muerto en 1824, pero como lo suyo era adelantarse entre mucho o muchísimo a los distintos fenómenos que vendrían, ahí estaba triunfando posmortem vestido de albanés. El traje se lo había traído de su Grand Tour. Tanta impresión le hicieron aquellos ropajes que un Byron siempre interesado por la moda —y los uniformes, se pirraba, de hecho por Napoleón y todo lo relacionado con este— se lo contó a su madre por carta fechada del 12 de noviembre de 1809.

Querida madre:

[…] Nunca olvidaré el singular espectáculo que se me ofreció al llegar a Tepelene a las cinco de la tarde, cuando se ponía el sol […]. Los albaneses con sus vestimentas (las más fastuosas del mundo, consistentes en una larga saya blanca, una capa bordada en oro, chaquetilla y chaleco de terciopelo carmesí con encajes de oro, pistolas y dagas con incrustaciones de plata).

Esa misma carta, incluida en el mencionado libro de KRK, se cierra con una posdata: “Tengo algunos magnifiques indumentos albaneses los únicos artículos caros de este país me costaron 50 guineas cada conjunto y tienen tanto oro que en Inglaterra costarían doscientas [sic]”.

La muerte de un dios

En Inglaterra Byron no duró demasiado tiempo. Romances escandalosos, un desastroso matrimonio de conveniencia, hijas ilegítimas y una legítima, Ada Lovelace —que acabó siendo matemática, la primera programadora informática de la historia— hicieron que quisiera poner tierra de por medio en 1816. Vivió en Suiza, participando de las sesiones en Villa Diodati que originaron el relato de Frankenstein de Mary Shelley; en Italia…

A su país ya no volvería más que bañado en coñac para conservar mejor su cadáver. Su muerte puede ser heroica o prosaica. Lo primero, si se tiene en cuenta que, por su carácter de icono, fue reclamado por los griegos en plena lucha por su independencia… para visibilizarla, diríamos hoy. Byron hizo suya esta causa y lo hizo a lo grande, gastando enormes sumas en ejércitos… Prosaica si se tiene en cuenta que murió a causa de las sangrías que le procuraron doctores seguramente inexpertos contra su voluntad y que el origen de todo aquello pudo haber estado, según se conoció después, en la picadura de una garrapata de los muchos animales con los que convivía y viajaba.

Sea como fuere, el caso es que la famosa pintura que lo muestra en su lecho de muerte, firmada por el mencionado Odevaere en 1826, lo muestra como un dios, con coro de laurel y rodeado de todos los símbolos del arte y la cultura antiguos. En primer plano, la mano izquierda se apoya en una lira de cuerdas rotas y lo recuerda como hombre de artes. En el cabecero, una espada lo hace como hombre de acción. Al fondo, un antiguo templo griego. Los ropajes tapan el pie supuestamente defectuoso o deforme. Si hubieran existido los filtros en aquella época, ni Byron ni sus retratistas hubieran dudado en usarlos… en beneficio de la leyenda.

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