Exposiciones

El arte pornográfico prohibido en Japón que se volvió clandestino (y se paga a precio de oro)

Por Romina Vallés

Suzuki Harunobu. Siglo XVIII

El sexo explícito, la riqueza imaginativa y la osadía del shunga han sorprendido a espectadores de todas las épocas e inspirado el hentai actual, uno de los géneros japoneses más exitosos. Hasta el 8 de septiembre, en el Palau Martorell, se puede ver una colección del periodo Edo y Meiji.

Quien haya visto animaciones hentai se habrá preguntado por qué de vez en cuando aparecen pulpos rodeando a los personajes femeninos. Esta iconografía no es algo propio del anime actual, hace cuatro siglos ya se dibujaban en las estampas japonesas o ukiyo-e para representar las violaciones por tentáculos, un género erótico en el que cefalópodos u otros monstruos imaginarios someten a personajes femeninos. El hentai, pues, hunde sus raíces en la noche de los tiempos.

En 2023, (como cada año, no es novedad) la palabra más buscada en PornHub fue hentai, según las estadísticas que publica la web pornográfica sobre los hábitos de sus espectadores estadounidenses. No es de extrañar pues, que el mercado del anime mueva más de 20 mil millones de dólares cada año y se prevea que alcance los 43 mil millones en 2027, según el informe anual de la Asociación de Animación Japonesa.

El pasado marzo, dos plataformas digitales de venta de anime, Fanza y DLsite, publicaron lo que puede llegar a ganar un ilustrador de hentai como el conocido Anon 2-Okunen, que se embolsó cerca destro 180 mil dólares por 22.536 copias digitales y más de 350 mil dólares por otras 43.875 vendidas en las respectivas webs. 

Pero que hoy se paguen cantidades astronómicas por ilustraciones japonesas de alto contenido sexual tampoco es algo nuevo.

Katsushika Hokusai, siglo XIX

Shunga: el porno (de lujo) de los samuráis

Personajes masculinos con falos gigantescos (con las venas marcadas), penetrando los sexos acuosos de mujeres que parecen muñecas de porcelana, con las mejillas arreboladas y la boca roja y redondeada, en poses (casi) imposibles; monstruos libidinosos con tentáculos, y muchas veces chistes, frases ingeniosas o grotescas parodias políticas y bélicas. Eso era el shunga, los grabados ponográficos chocantes, pero también minuciosamente trabajados y muy estéticos, que se produjeron durante los 250 años del período Edo (de 1603 a 1868).

“Creo que a la gente le sorprende esa combinación de obras sexualmente explícitas con belleza y humor”, llegó a opinar en una entrevista quien fuera responsable de la sección japonesa del British Museum y actual investigador honorario del Departamento de Asia, Tim Clark, con motivo de la sonada exposición que dedicó hace tiempo el museo al shunga. Para el experto en arte japonés, la definición perfecta de shunga sería “arte sexualmente explícito”, remarcando la palabra ‘arte’. “La combinación de lo sexualmente explícito con lo artísticamente bello es algo que no hemos tenido en Occidente hasta tiempos muy recientes”, añadía Clark.

Que el shunga no es solo pornografía lo atestigua el hecho de que la mayor parte de los autores más reconocidos de ukiyo-e lo tuvieron en cuenta en su producción artística. Porque entre esas estampas de la vida cotidiana, tan populares en la época, la rama dedicada a este género artístico fue una de las más exitosas. “En su interior, existe una especie de codificación simbólica de la vida y, por tanto, de las actividades sexuales; prevalece el énfasis ‘expresionista’ e incluso de caricatura”, expone Ferrán López Alagarda, presidente de la Federación Española de Anticuarios y comisario de la exposición Geisha/Samurái. Memorias de Japón, que se puede ver estos días en el Palau Martorell de Barcelona.

Kitagawa Utamaro. Siglo XIX. Wikimedia Commons.

A la difusión de este arte ayudaron las facilidades proporcionadas por la xilografía, un formato de impresión con planchas de madera, y también los samuráis, que solían llevarse en sus viajes largos las imágenes de primavera, como se designaban popularmente, que ellos consideraban amuletos y elevaban su moral al entrar en las batallas.  

Generalmente, iban en álbumes de 12 o más estampas o en libros ilustrados y se podían encontrar en las librerías de préstamo, en las ciudades. Allí, en una habitación aparte, la persona interesada podía mirar las imágenes, elegirlas y llevárselas a casa en alquiler, por unas horas o días. Este arrendamiento era, precisamente, fruto de su elevado precio, que no todo el mundo se podía permitir. Quien se hacía con una imagen de primavera se aseguraba, decían, la protección de su hogar de los incendios. Se usaban también para aleccionar a los jóvenes matrimonios en sus menesteres maritales.

Un arte prohibido

Las obras del shunga, de autores exclusivamente masculinos pero disfrutadas también por damas nobles, damas de compañía y concubinas, estaban hechas con materiales de muy alta calidad. Gracias a esto se pudieron ir transmitiendo de generación en generación. Esta naturaleza, unida a su carácter cada vez más furtivo, ya que no eran bien vistas por las autoridades, hacían que por el original de una de estas pinturas se llegasen a pagar 50 momme, equivalente a 300 litros de soja, la legumbre más valorada en Japón desde tiempos inmemoriales, por servir como sustituto de la carne, conservar los alimentos o darles sabor. 

Shunga lésbico de Keisai Eisen, siglo XIX.

Además de su alto voltaje sexual, su componente cómico y satírico fue lo que llevó a las autoridades niponas a censurar el shunga. Así, en 1661, el shogunato Tokugawa, un estado donde el poder político estaba en manos del mismo jefe de las fuerzas armadas, prohibió cualquier publicación erótica. El shunga, sin embargo, siguió produciéndose, hasta los edictos de 1722 y entre 1787 y 1793, por los que no solo se vetaba, sino que cualquier objeto impreso debía aprobarse por el gobierno antes de ser publicado.

Las interdicciones al shunga implicaron un descenso de su producción y su consecuente revalorización en el mercado negro. También hicieron que las obras de esta época fuesen, en su mayoría, anónimas, aunque algunos artistas jugaron a esconder su firma entre los dibujos para seguir atrayendo a sus seguidores fieles. Entre los ilustradores que en algún momento dibujaron shunga están clásicos como Kitagawa Utamaro, Suzuki Harunobu, UtagawaKunisada, Utagawa Hiroshige, Keisai Eisen, Yanagawa Shigenobu, Mizuno Toshikata o Okumura Masanobu.

Con la llegada de la fotografía a Japón a partir de 1868, las instantáneas subidas de tono relegaron a un segundo plano a estas ilustraciones. En 1907, el Código Penal Japonés confiscó y destruyó cientos de láminas de un arte que, a día de hoy, aún es tabú en las conversaciones públicas de los japoneses. La primera exposición de shunga en Japón no fue hasta el año 2015, en un museo pequeño, el Eisei Bunko, donde se reunieron 133 piezas, no sin polémica: la policía nipona advirtió a los magazines contra la publicación de imágenes al informar de la exposición, ya que aquello supondría violar las leyes que controlan la obscenidad.

Toulouse-Lautrec, Gustav Klimt, Auguste Rodin y Pablo Picasso llegaron a ser coleccionistas de estampas de shunga. Monet, Van Gogh o Paul Gauguin se dejaron inspirar por su estética para sus obras. Hasta el 8 de septiembre, en una parte de la exposición del Palau Martorell se puede ver en directo una colección de 15 xilografías de diferentes formatos, un libro único ilustrado, todos ellos piezas del periodo Edo y Meiji, además de varios netsukes (esculturas en miniatura).

Tags
Arte