Arquitectura & Diseño

El libro que demuestra que nuestros arquitectos no están haciendo del todo bien las cosas

Por Alberto G. Luna

El municipio de Mojácar (Almería).

Allá por los años 60, Bernard Rudofsky alertó de que estaba desapareciendo la arquitectura que había sido erigida pensando en las personas, creada de la forma más humanista. Su libro ‘Arquitectura sin arquitectos’, que ahora cumple 60 años y publica la editorial Pepitas, está más de actualidad que nunca.

Hubo un tiempo en el que existía la arquitectura, pero no los arquitectos. Pensarán que me he vuelto loco pero, en realidad, la historia solo nos ha mostrado, por el motivo que sea, algunas obras provenientes de autores y culturas selectos; cuando el origen de las formas de edificación y los métodos de construcción se pierden en la noche de los tiempos.

Existen ciudades, edificios, viviendas y monumentos perfectos que fueron erigidos de forma intuitiva, inteligente y sensata, sin creadores ni planes urbanísticos megalómanos. Todo esto es, a grandes rasgos, lo que se pueden encontrar en Arquitectura sin arquitectos de Bernard Rudofsky. “Los arquitectos sin formación demostraron un talento admirable para acomodar sus edificios en los entornos naturales. En vez de intentar conquistarlos a golpe de buldócer”. Rudofsky se refería a civilizaciones altamente sofisticadas en las que existía una ausencia de edificios grandes, vehículos o incluso calles como Positano (Italia), Mojácar (España) o Bandiagara (Mali) donde se halla una de las mejores arquitecturas africanas.

También hizo una especial mención a los soportales y a su importancia dentro de la planificación urbana de las urbes, a los que no dudó en definir como “puro altruismo convertido en arquitectura”. ¿Qué es, sino, una propiedad privada donada a toda una comunidad? Ahí tienen los de Navarra que tan bien “han conservado su imagen medieval con elementos góticos y materiales como la piedra o la madera”, Caldas de Reis en Pontevedra, Berna (Suiza), Espichel (Portugal) o Dordoña (Francia).

El municipio de Bandiagara (Mali)
Trullo, construcción rural propia de la región italiana de Apulia.
Los soportales de George’s Street (Dublín). Foto: Dublin City Library and Archives

Corrían los años 60 y todavía no había irrumpido el boom del cristal, pero el que fuera profesor en Yale y el MIT ya criticaba el auge de las altas edificaciones y alertaba de que se estaban construyendo demasiadas torres con fines de lucro y usura. “La desaparición de los antiguos placeres y privilegios es la primera señal inconfundible del progreso. Mientras que hace menos de medio siglo había kilómetros de calles cubiertas y llenas de vida en todas las ciudades y pueblos de España, en la actualidad están desapareciendo a toda velocidad. A pesar de que los lugareños están acostumbrados a ellas, a nosotros nos parecen irreales al estar desprovistas de aceras, semáforos, coches aparcados y filas de contenedores que hemos terminado por aceptar como atributos de una civilización más avanzada”.

Cómo deshacer el entuerto de los arquitectos modernos

En realidad, Rudofsky compartía muchas de las preocupaciones urbanísticas de otros contemporáneos como Jane Jacobs o Christopher Alexander, quienes también denunciaron la destrucción de numerosos barrios para su supuesta modernización y la insensibilidad de los urbanistas y patronos políticos. Ellos defendían una ciudad más heterogénea capaz de mezclar construcciones viejas y nuevas, habitantes ricos y pobres, vehículos y peatones en igualdad de condiciones.

Desgraciadamente, no hace falta ser Sherlock Holmes para darse cuenta de que esto finalmente no ha ocurrido. Muchas de las extraordinarias ideas y construcciones vernáculas de las que nos hablaba Rudofsky, han desaparecido. Hoy, proliferan los edificios de viviendas y oficinas iguales que están homogeneizando los paisajes de las ciudades y estandarizando el día a día de sus habitantes, que se hallan muy lejos de la mentira de la ciudad de los 15 minutos. Cientos de anodinas urbes abrazadas a un mismo símbolo de modernidad y viviendo en un perpetuo anacronismo.

Un día, hablando con Sigfrido Herráez, decano del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid (COAM), me reconoció que uno de nuestros muchos problemas es que estamos olvidándonos de ciertos principios básicos del urbanismo y construyendo edificios altos en sitios que no están pensados para ello. Creando estructuras que dan sombra y quitan visión a los ciudadanos. Inmediatamente se le vino a la cabeza el esperpento de la Torre de Valencia en el cruce de la avenida de Menéndez Pelayo con O'Donnell. A mí uno más reciente, las dos torres de Touza en el humilde barrio de Tetuán. Herráez por cierto, le ha regalado el libro de La ciudad de los arquitectos al alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, y a la delegada de Obras, Paloma García Romero “para que tomen como ejemplo cómo un grupo de arquitectos convenció a Pasquall Maragall, que era un intelectual, de cambiar el futuro de Barcelona”, me dice. Supongo que porque todavía tendrá una gran fe en los políticos.

En El modo atemporal de construir, Christopher Alexander proponía otra solución para deshacer los entuertos de los arquitectos: prescindir de ellos. Contratar a humanistas, además de urbanistas. Defensores de los espacios cotidianos, la vida vecinal y, en definitiva, las relaciones entre personas. Les parecerá descabellado, pero es que existe una ingenua creencia de que todo nuevo descubrimiento entraña un valor o felicidad. En mi opinión, esa fórmula no siempre funciona.

Portada del libro ‘Arquitectura sin arquitectos’ de Bernard Rudofsky

Como no podía ser de otra forma, Arquitectura sin arquitectos también hace referencia a formas originarias de construcción que ya eran respetuosas con el entorno, mucho antes de que nos fijáramos la Agenda 2030, mucho antes también de que empezáramos a dañar el mundo. Las imponentes estructuras de bambú en el golfo de Papúa Nueva Guinea, los badgirs de Pakistán, los techos vegetales de las chozas en Kenia y los de paja de Sudán… “En los almendrales y olivares del sur de Apulia abundan las casas de campesinos llamadas Trullo. Se construyen con capas anulares de piedra rematadas por una falsa cúpula cónica, coronada por una dovela. Esta arcaica forma de vivienda, que proviene de una temprana civilización megalítica, tiene relación con los talayots baleáricos que utilizaba Chillida en sus obras, los nuraghi de Cerdeña y los sesi de Pantelleria. A pesar de haberlos utilizado una docena de civilizaciones, su forma se ha mantenido prácticamente igual desde el siglo II a. C.”

El filósofo Johan Huizinga decía que “una cultura puede hundirse debido al progreso real y tangible”. La arquitectura debería ser un arte comunal producido no solamente por algunos intelectuales o especialistas, sino por la actividad espontánea y continua de un pueblo poseedor de una misma herencia. Antes de los flamantes arquitectos existió un ser humano que dobló unas ramas para hacerse un techo; y antes de este, infinitos animales ya eran constructores consumados. Muchos de los que construyen ahora parecen haberse olvidado de esto.