Es noticia
Alberto, el díscolo
  1. España

Alberto, el díscolo

Año 2012, estudios de RTVE. En un atril, con corbata azul marino y mirada de hipnotizador de serpientes, el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero.

Foto: Alberto, el díscolo
Alberto, el díscolo

Año 2012, estudios de RTVE. En un atril, con corbata azul marino y mirada de hipnotizador de serpientes, el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero. Frente a él, corbata rosada, cejas cenicientas, cuatro victorias electorales y ninguna derrota, el aspirante a la Moncloa, Alberto Ruiz-Gallardón. Realidad o ficción, el alcalde lleva años suspirando por este combate, por un duelo de titanes entre dos púgiles de generaciones parecidas. Mano a mano. El no lo oculta. Nunca lo ha hecho. Gallardón está preparando su candidatura para los cinco minutos posteriores a la renuncia de Rajoy si pierde las elecciones de 2008. Entonces, llegará su momento.

“Está tocado”. El viernes 25 de mayo, cierre de campaña electoral, los periodistas que asistían al macromitin del PP en el Palacio de Congresos coincidían en el diagnóstico: “Esta tocado”. Por esos días Jaime Peñafiel se preguntaba en El Mundo por la “mujer de un importante político español sumida en un mar de dudas”. No hacía falta ser muy perspicaz para adivinar de quién se trataba. Que el entorno de Alberto Ruiz-Gallardón aireara a bombo y platillo que el alcalde y su mujer, Mar Utrera, viajaban a París para visitar a Nicolás y Cecilia Sarkozy, prima de Ruiz-Gallardón, cuando habitualmente el regidor es muy celoso de su vida privada, daba a entender hasta qué punto el político, que también es humano, se sentía presionado tras las intimidades aireadas en un programa de televisión por el ya cadáver político Miguel Sebastián.

El propio alcalde reconocía el martes siguiente a la jornada electoral, durante un almuerzo convocado por el Foro ABC, que si la intención de Sebastián cuando enseñó la foto de Montserrat Cogulla, abogada y testaferro del principal imputado en el caso Malaya, Juan Antonio Roca, era hacerle daño, lo había conseguido. Y mucho. Pero el domingo 27 de mayo, esa tristeza mudó en alegría. El alcalde había arrasado. “Te lo mereces, Alberto”, le dijo Rajoy por teléfono. Y Alberto se creció.

¡Vaya si se creció! Tras el éxito electoral, creyéndose ungido por la mano de los dioses y aprovechándose de la euforia del momento, no dudó en postularse como número dos para acompañar a Rajoy en las próximas generales. Las declaraciones no sentaron nada bien en Génova y el líder del PP tuvo que enmendarle rápidamente la plana: “Sería un buen número dos, pero hay otros muchos que también”, dijo Rajoy.

El regidor acusó el golpe y prometió no volver a hablar del asunto de las listas. Y así fue durante semanas, pero a mediados del mes de julio Rodrigo Rato anunció que dejaba el FMI y volvía a Madrid. ¡Horror! Si alguien podía hacer sombra a Ruiz-Gallardón, ése era Rato. Y pese a que el gerente del FMI aseguraba que su vuelta se debía a motivos personales, lo cierto es que el alcalde anda desde entonces con la mosca detrás de la oreja. Su ambición, la de ser presidente del Gobierno, peligraba. Y mucho más cuando se dio cuenta de que Rato contaba con muchos más ‘feligreses’ en la parroquia del PP que él, hasta el punto de que empresarios poderosos y políticos poco convencidos con la actual Dirección lo empiezan a postular como candidato. Rajoy, eso sí, no perdería la Presidencia del PP. “Un tándem de lujo”, dicen los escuderos de Rato. “Una osadía”, afirman los de Rajoy.

A pesar de las envidias y recelos que su actitud despierta entre sus propios compañeros, el alcalde, Alberto ‘el díscolo’, no engaña a nadie: “El quiere jugar a la política nacional”, señalan en su entorno, “le gustaría de número dos, pero no le haría ascos a ir como tres o cuatro. Su problema es que no sabe controlar los tiempos, es muy impaciente”. A finales de los noventa, durante un ágape con empresarios en el comedor privado en el remodelado edificio del reloj de la Puerta del Sol, Gallardón, entonces presidente de la Comunidad de Madrid, no paraba de recibir elogios de sus invitados. “Qué bonito te ha quedado el edificio, Alberto. Está fenomenal”. A lo que el aludido respondía “sí, me va a dar pena dejarlo, con lo bonito que está y en pleno centro de Madrid. Aunque bueno, siempre puedo trasladar la Moncloa aquí”.

Demasiadas prisas, demasiada suficiencia, como cuando intentó dar un golpe de mano en el PP madrileño después de que su partido perdiera las generales de 2004. Justo en esas fechas, el hasta entonces presidente regional, Pío García Escudero, anunció que dejaba el cargo para ocuparse de la Portavocía en el Senado, lo que hizo que Esperanza se lanzara al ruedo postulándose para ese puesto, mientras que Ruiz Gallardón, como llevado por un ataque de cuernos, hizo lo propio y envió a su fiel escudero Manuel Cobo a morir en la batalla y calibrar los apoyos de los que disponía: prácticamente ninguno. Nadie se puso de su lado. Muchos de sus compañeros le recordaban así las palabras que el alcalde había pronunciado en el Congreso Nacional del PP de octubre de 2004, cuando, en referencia a la derrota de ese año, dijo eso de que “algún error habremos cometido”, una expresión que en aquel momento escoció en las filas populares, pero que otros dirigentes del partido repetirían tiempo después.

Que no maneja los tiempos, que le pierden los nervios, y que no cuenta con demasiados aliados dentro de su partido se ha puesto de manifiesto en los últimos días cuando, de nuevo y rompiendo su promesa, se ha vuelto a postular para ir en la lista de Rajoy y ha reabierto esa guerra cainita por el poder que subyace en el alma de la derecha española, no de la derecha moderna y liberal, sino de la derecha rancia y conservadora de la que tanto sabe el propio Ruiz-Gallardón, aunque haya querido aparentar lo contrario.

¿Consecuencias? Las tendrá. Por de pronto va a obligar a Mariano Rajoy, a la vuelta del verano, a tener que intervenir una vez más y poner orden en las filas de su partido, a pocos meses de unas elecciones generales en las que el PP se juega demasiado. Y, sin embargo, a pesar de su displicencia, su locuacidad, su aire de superioridad y sus devaneos con la izquierda, Mariano Rajoy le necesita porque gana una elección detrás de otra y tiene predicamento en los sectores más moderados del centro político, algo inexplicable a la vista de su trayectoria política.

Estigmas familiares

Si Gallardón no existiera habría que inventarlo. Lo mismo sucede con Alfonso Guerra, o con Joaquín Leguina. Sin ellos, la política pierde su gracia o, al menos, la poca que tiene. El alcalde de Madrid es una persona inteligente, con un discurso racional y muy medido, como si lo tuviera apuntado todo en el moleskine, se le nota que es persona educada y culta, así como un gran aficionado a la música clásica. Pero el alcalde también es egocéntrico, caprichoso y algo maniático, recuerda a Melvin, el personaje que interpretaba Jack Nicholson en Mejor Imposible. De personalidad excesivamente meliflua, a veces se le echa en falta algo más de sangre. “Si ni siquiera sabe dar saltos de alegría”, decían en Ferraz en alusión a las imágenes de los populares en el balcón de Génova 13 el pasado 27-M.

Hijo de José María Ruiz-Gallardón, mamó la política desde la cuna, hasta el punto de que, después de haber estudiado una exitosa carrera de derecho y de haber obtenido plaza de fiscal en Málaga, la dejó para ocuparse con muy temprana edad de la Asesoría Jurídica de Alianza Popular, de la mano de Manuel Fraga y gracias a los oficios de su padre. Por entonces se decía del joven Gallardón que estaba a la derecha de la derecha del partido, el ala más dura, nada que ver con el centrismo del que hoy hace gala. La política le rodeaba hasta el punto de casarse con la hija de un importante ministro franquista, José Utrera Molina. Con María del Mar Utrera ha tenido cuatro hijos, pero tan celoso es Ruiz-Gallardón de su vida privada que prácticamente nunca se les ha visto con su padre en actos públicos. Su carrera fue meteórica y con 25 años ya era concejal del Ayuntamiento de Madrid, y con 29 diputado autonómico y senador. Luego sería secretario general de AP bajo la presidencia, de triste recuerdo para el partido, de Antonio Hernández Mancha; portavoz en el Senado y, finalmente, en 1995, presidente de la Comunidad de Madrid. Desde ese momento, no se ha bajado del coche oficial.

Habiéndose educado en una familia bien de derechas de toda la vida, Alberto Ruiz-Gallardón ha hecho todo lo posible por borrar esa imagen, aunque eso le haya costado remar contracorriente dentro de su propio partido en asuntos como las bodas homosexuales o haciendo concesiones a la izquierda intelectual que en las bases –y las cumbres- del PP no se entendían en absoluto. Y cuando se dio el pistoletazo de salida en la carrera por la sucesión de Aznar, se puso el primero en la línea de salida, aunque luego llegara bastante retrasado a la meta.

Ese espíritu independiente y ‘díscolo’ fue aprovechado enseguida por uno de los mayores enemigos del centro-derecha, el Grupo Prisa. Pero a Gallardón sentirse bien tratado por el cañón Bertha del malogrado Jesús Polanco y por la emisora de radio más escuchada le venía bien: “Gracias a eso el mensaje del PP llega a los votantes del centro-izquierda”, dicen en su entorno. ¿El mensaje del PP o el de Gallardón?, cabría preguntarse. En Génova 13 no lo tienen tan claro: “Gallardón no se da cuenta de que Polanco lo utiliza para dividir al centro-derecha, y de que cuando lo consiga lo dejará tirado como un kleenex”, porque lo que sí parece bastante claro es que Prisa, si tiene que elegir entre Gallardón y un candidato de la izquierda, apostará siempre por el segundo.

Su ambición íntima sigue siendo la de liderar el centro-derecha, y por eso, cuando el entonces presidente Aznar le señaló con el dedo para luchar por la Alcaldía de Madrid, se vio como Chirac, de París al Eliseo, o sea, de Madrid al cielo de La Moncloa, y eso a pesar de que el jefe de entonces le puso una guardiana de excepción, su propia esposa, Ana Botella, que luego se ha convertido en una de las mayores defensoras del regidor municipal. Pero para querer ser el líder del centro-derecha, uno de los mayores defectos de Ruiz Gallardón ha sido, precisamente, su absoluta indiferencia hacia las bases del partido, hasta el punto de que, habiéndose granjeado la enemistad de buena parte de la militancia y la dirección del PP en Madrid, no ha hecho nada por intentar mejorar su imagen entre los cuadros del partido y las sedes de distrito.

Esperanza Aguirre: “Tiene celos. No soporta que las cosas me salgan bien”

Su ambición de liderar el PP, y su fama de díscolo hacen que entre él y Esperanza Aguirre, que también aspira a mandar las huestes del centro-derecha, surja una tensión permanente y una desafección personal que, cuando se traslada a los entornos, los convierte en enemigos irreconciliables. “Yo no le odio”, dice Esperanza Aguirre en petit comité, “es él quien me odia a mí. Tiene celos. No soporta que las cosas me salgan bien. Si quiere ser diputado, pues que sea diputado, pero que deje la alcaldía”. Ambos, Esperanza y Alberto, lideran sensibilidades distintas dentro del partido, pero curiosamente para la opinión publicada –que no la pública a la vista del resultado electoral de ambos-, la primera se sitúa más a la derecha pese a venir de posiciones liberales, y el segundo más a la izquierda siendo hijo de posiciones muy conservadoras.

Gallardón, aunque haya obtenido el resultado que ha obtenido a pesar de la campaña en contra de los medios más conservadores del entorno del PP, lo cierto es que para los intereses del regidor municipal la incomunicación con uno de los principales grupos mediático afines al PP (la Cope) le puede restar muchas opciones para conseguir ese objetivo de liderar el centro-derecha.

El futuro próximo de Ruiz-Gallardón pasa por seguir siendo alcalde de Madrid, al menos hasta después de las próximas elecciones generales. Si gana Rajoy, es posible que le tenga reservado un puesto de vicepresidente en el Consejo de ministros, aunque esto ya es hacer tarotismo político, y a Gallardón le quedará esperar y confiar en poder cumplir su sueño antes de llegar a los sesenta, y eso en un país en el que para ser presidente hay que tener, inexplicablemente, cuarentaytantos. ¿Y si pierde Rajoy? Esa es la razón por la que todos sus compañeros le miran con suspicacia: siendo diputado podría acceder a la portavocía del grupo y él, brillante orador, se alzaría con el liderazgo del partido. Pero las cosas no son así de simples, y serán unos cuantos lo que se lo pongan muy difícil, empezando por una presidenta regional que cree tener el mismo derecho que el alcalde a ocupar ese sitio, y muchos en el PP opinan lo mismo. Y siguiendo por una incógnita llamada Rodrigo Rato.

Año 2012, estudios de RTVE. En un atril, con corbata azul marino y mirada de hipnotizador de serpientes, el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero. Frente a él, corbata rosada, cejas cenicientas, cuatro victorias electorales y ninguna derrota, el aspirante a la Moncloa, Alberto Ruiz-Gallardón. Realidad o ficción, el alcalde lleva años suspirando por este combate, por un duelo de titanes entre dos púgiles de generaciones parecidas. Mano a mano. El no lo oculta. Nunca lo ha hecho. Gallardón está preparando su candidatura para los cinco minutos posteriores a la renuncia de Rajoy si pierde las elecciones de 2008. Entonces, llegará su momento.

Alberto Ruiz-Gallardón