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Buenas noticias para el Rey: el Santiago Bernabéu sólo pitó al árbitro
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LOS AFICIONADOS REACCIONARON CON INDIFERENCIA ANTE LA PRESENCIA DEL MONARCA

Buenas noticias para el Rey: el Santiago Bernabéu sólo pitó al árbitro

En tiempos mejores para la monarquía tanta indiferencia habría supuesto un desaire, casi una afrenta. Pero ayer fue toda una bendición. El Rey pasó inadvertido para

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Buenas noticias para el Rey: el Santiago Bernabéu sólo pitó al árbitro

En tiempos mejores para la monarquía tanta indiferencia habría supuesto un desaire, casi una afrenta. Pero ayer fue toda una bendición. El Rey pasó inadvertido para las 80.000 personas apretujadas en el Santiago Bernabéu, como el invitado anodino al que nadie recuerda el día después de la fiesta. Y sin embargo ese desapego de la grada, a tono con la gélida noche primaveral de Madrid, debió tener un efecto balsámico para don Juan Carlos, magullado en su orgullo durante los últimos 18 meses por tantos trompicones propios y ajenos. Indiferencia, sí, e incluso algún tímido aplauso; pero no rechazo. Por fin una buena noticia para la Corona.    

El recuerdo de la última final de Copa en el Vicente Calderón pesaba como una losa. El monarca pudo esquivar entonces el mal trago porque su caída en el safari de Botsuana le mantuvo aquel día postrado en La Zarzuela, pero a Felipe de Borbón le tocó aguantar como pudo el chaparrón de insultos, burlas y abucheos que descargó sobre él una gran mayoría de aficionados del Barça y el Athletic pertrechados de senyeras e ikurriñas. Esta vez fue él quien quiso dar la cara -arropado por la Reina-, aunque partía con una ventaja nada desdeñable que no tuvo su hijo: jugaba en casa, ante dos aficiones sin más banderas que la madridista y la colchonera.

Pero no debía tenerlas el Rey todas consigo antes de arrancar el partido de anoche, porque llegó al Santiago Bernabéu en un visto y no visto, protegido por una legión de escoltas y oculto tras los cristales tintados de su coche oficial, que enfiló sin detenerse la rampa que conduce al garaje subterráneo del estadio. Y desde allí, en ascensor, directo al palco de autoridades, donde le aguardaba una camarilla tan escogida como poco hostil: la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, y los ministros José Manuel García Margallo y José Ignacio Wert; los presidentes del Madrid, Florentino Pérez, y del Atlético, Enrique Cerezo; la alcaldesa Ana Botella; el académico Luis María Ansón; el maridísimo Ignacio López del Hierro...

Para el monarca y su estrecho círculo de colaboradores, encabezado por Rafael Spottorno, se trataba de un auténtico test. En vísperas de la final habían hecho concesiones y renuncias para tratar de compensar tantos desafueros -someter a la Corona a la futura Ley de Transparencia, jubilar el yate Fortuna...-, pero aún estaba muy reciente el auto judicial que dejó en suspenso la imputación de la infanta Cristina y los sondeos que certificaban el descrédito imparable de la institución. Así que el riesgo de que la aparición del Rey en la tribuna fuese acogida con una pitada o gritos de desaprobación no era menor. Y tal vez para tratar de conjurar esa amenaza, don Juan Carlos irrumpió en el palco sin muletas y apoyado en dos ayudantes, como buscando una forzada reacción de clemencia.

                

Llegó el momento más temido: el himno nacional. Y no ocurrió nada. O mejor dicho, sucedió algo casi imperceptible: don Juan Carlos pareció despertar de una pesadilla. Porque el Santiago Bernabéu, casi al unísono, tarareó los acordes de la Marcha Real y, a continuación, se entregó a la pasión de un partido vibrante. Desde ese momento y hasta el pitido final, los únicos abucheos que escuchó el monarca fueron para el árbitro, José Mourinho y un puñado de jugadores.

En tiempos mejores para la monarquía tanta indiferencia habría supuesto un desaire, casi una afrenta. Pero ayer fue toda una bendición. El Rey pasó inadvertido para las 80.000 personas apretujadas en el Santiago Bernabéu, como el invitado anodino al que nadie recuerda el día después de la fiesta. Y sin embargo ese desapego de la grada, a tono con la gélida noche primaveral de Madrid, debió tener un efecto balsámico para don Juan Carlos, magullado en su orgullo durante los últimos 18 meses por tantos trompicones propios y ajenos. Indiferencia, sí, e incluso algún tímido aplauso; pero no rechazo. Por fin una buena noticia para la Corona.