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Cuando las trans no le importaban a nadie: "Nos operaban en casa y muchas no salían vivas"
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DEL SILENCIO A LA CRÍTICA MÁS DESPIADADA

Cuando las trans no le importaban a nadie: "Nos operaban en casa y muchas no salían vivas"

Algunos medios de comunicación han intentado confundir a la sociedad equiparando un cambio administrativo con una cirugía de reasignación de género

Foto: Cientos de personas piden la ley trans ya para luchar "contra el fascismo".
Cientos de personas piden la ley trans ya para luchar "contra el fascismo".

Durante los últimos meses, y a raíz de la elaboración de la nueva ley trans, se ha reactivado en España el debate sobre la transexualidad. Pese a que se trata de una mera formalidad —cambiar el género en el DNI sin requisitos burocráticos—, la cuestión ha dinamitado las relaciones entre los socios de Gobierno, que ayer declararon el proyecto en punto muerto en lo que puede convertirse en un embudo para el resto de leyes en trámite.

Más allá del rifirrafe político, lo cierto es que la cuestión trans se ha convertido en uno de los puntos candentes de la legislatura. De súbito, cualquier español tiene no solo una opinión sobre las complejidades de la identidad de género, sino que se permite elucubrar hipótesis que hablan de niños hormonados sin el consentimiento de los padres, hombres que se cambian de género para triunfar en el fútbol femenino o adolescentes arrepentidos de su cirugía genital.

Foto: La ministra de Igualdad, Irene Montero. (EFE/Fernando Villar)

Hoy, el ruido de la conversación pública contrasta con el silencio en el que permaneció España mientras se cometían todo tipo de atrocidades contra el colectivo trans, quizás el más maltratado de cuantos existen. Durante más de 30 años, los transexuales solo existían en la sección de sucesos de los periódicos. No hace falta remontarse a la dictadura: bien entrada la democracia, con España integrada en la Unión Europea y un Gobierno progresista, los trans recibían insultos, palizas y violaciones sin que nadie se inmutase.

"Yo fui la primera trans de Galicia, en 1985, cuando solo tenía 16 años", dice Carolina Smith, mejor conocida como Carolina de Vigo. "Mis padres me echaron de casa y me tuve que prostituir, porque esa es la única salida que teníamos las trans; nadie te daba trabajo", continúa. "Yo era una niña, pero una noche dos hombres me subieron a un coche contra mi voluntad, me llevaron al parque de Castrelos y allí me violaron y me dieron una paliza. Me dejaron tirada, completamente ensangrentada, en mitad del barro. No me recogió nadie. Tuvo que ser un camión de la basura el que se paró y me acercó al centro de Vigo. Fui a denunciar a la comisaría y me dijeron que me largase de allí, que cómo me iban a violar si yo era un hombre. Acabé llorando sola en mi pensión".

placeholder La artista y persona trans Carolina Smith. (Cedida)
La artista y persona trans Carolina Smith. (Cedida)

"Un año después, volvieron a violarme. Fue un alto cargo del Ejército, que además me hizo múltiples cortes por el cuerpo con un cuchillo. La Policía no me hizo ni caso, así que lo que hicimos fue juntarnos varias compañeras e ir a por él. Y después sí, ahí me detuvo la Policía y me envió a una prisión masculina, en la avenida Madrid, que es lo que te hacían siempre para ver si seguían pegándonos los presos", recuerda Smith.

En ocasiones eran sus propios clientes quienes, después del servicio, volvían para robarla; otros llegaban y le pegaban un puñetazo sin mediar palabra solo por estar a la vista, en paseo de la Castellana o el parque del Oeste, sus zonas de trabajo. "Lo hacían porque sabían que no había consecuencias. En los 80, que te saliera un hijo trans, o travestis como nos llamaban, era peor que te saliera un asesino o un enfermo", relata Carolina.

Foto: Acto de Podemos en Madrid.

Como tantas otras personas trans, Carolina vivió su juventud como un continuum de vejaciones y violencia, ejercida en primer término desde los estamentos que debían protegerla. "La Policía nos detenía constantemente por nada, solo por existir, incluso nos pegaban los propios agentes. Siempre era lo mismo: tres días en el calabozo y dos semanas en la cárcel masculina. Cuando salías y te ibas a tomar una copa a un bar de ambiente, pum, a la salida te esperaban con otra redada y otra vez todas para el calabozo. Unas veces era escándalo público, otras que no coincidía el género de mi DNI con mi aspecto... Daba igual, el caso era pegarnos y meternos entre rejas. Había democracia, sí, pero esto sucedía en todos los sitios y no había dónde quejarse, porque no le importaba a nadie".

Silicona industrial

Desde los años 70, lo trans fue invisible para la sociedad, apenas una macha oscura que servía para satisfacer ciertas inclinaciones sexuales. Pero, si las agresiones, las violaciones y el abuso de poder de la Policía no eran suficientes, los principales problemas del colectivo en los 80 y los 90 tenían que ver con la medicina. A menudo, los doctores se negaban a atenderlas o las llamaban insistentemente por el nombre de su DNI para humillarlas en público. Tampoco se hacían cargo de los tratamientos hormonales que las trans se pasaban de las unas a las otras, ya que los tratamientos no existían en la sanidad pública. "Hablamos del Progynon, el Proluton, el Topasel... Eran estrógenos inyectables que se usaban en los 70 como anticonceptivos. Las mujeres se pinchaban una vez al mes para no tener hijos, y nosotras cuatro o cinco, para que te crecieran los pechos y se te cayese el vello", dice Carolina Smith.

"Siempre hubo farmacias que nos echaban una mano. En Madrid era muy famosa la de la calle Magdalena, en el centro, donde además nos decían qué era lo más normal ponerse para nuestro caso, que no era para el que estaban pensadas esas inyecciones", dice la activista y exdiputada Carla Antonelli. "Pero no dejaba de ser un proceso de automedicación sin control alguno, que a unas les sentaba fenomenal, y a otras fatal. Si tenías la suerte de conocer a un médico que te lo controlase, eras afortunada porque, si te presentabas en el centro de salud sin más, lo normal es que te volvieses a casa humillada".

"Muchas personas trans fueron a Casablanca a operarse y nunca regresaron"

Hasta 1981, la cirugía de reasignación de género era ilegal en España y estaba tipificada como un delito de mutilación de genitales, con penas de cárcel tanto para el paciente como para el facultativo. Así, las personas trans se veían obligadas a viajar a Casablanca, en Marruecos, donde se practicaban cirugías mayores sin garantías: "Allí marcharon muchas compañeras... que nunca regresaron", recuerda Antonelli.

Tampoco era fácil en España acceder a cirugía estética básica como un aumento de pecho. Los pocos doctores que estaban dispuestos solían hacerlo en sus casas, cansados después de la jornada laboral, y por sumas de dinero escandalosas. En 1980, cuando el salario promedio no llegaba a los 550 euros (90.000 pesetas), a las personas trans se les exigían 1.500 (250.000 pesetas) por una mamoplastia. "A mí me operó un médico, que yo llamo carnicero, en el salón de su casa. Quería aprender a hacer aumentos de pecho y nos utilizaba a las trans como conejillos de indias", explica Antonelli. "No me puso prótesis de silicona, sino un suero denso que al año se me empezó a derramar por todo el cuerpo y acabé en el hospital. Y me puedo considerar una afortunada, porque a un compañero le realizó una faloplastia y estuvo a punto de morir".

placeholder La activista y exdiputada autonómica Carla Antonelli. (EFE)
La activista y exdiputada autonómica Carla Antonelli. (EFE)

Las que no podían reunir el dinero se decantaban por una moda que llegó de Brasil a finales de los 70: la silicona industrial. A diferencia de las clásicas prótesis, más caras y que precisaban del paso por quirófano, este método consistía en inyectar el polímero directamente bajo la piel para después darle forma. En Madrid, las más populares eran la carioca Valkiria o Tonicha, la portuguesa, quienes, sin ninguna formación sanitaria (ni siquiera a la hora de desinfectar las jeringas), operaron a cientos de trans en sus casas con un material diseñado para el sellado de juntas.

Es el caso de Norma, de 56 años, que prefiere no dar más datos porque "ni mis vecinos saben que soy trans". En 1987, con 21, logró juntar los ahorros que habían ganado trabajando en un cabaré de Barcelona para hacerse un modelado de cadera y glúteos. "Me recomendaron una chica brasileña. La llamé y quedé con ella al día siguiente en mi casa. Creía que me llevaría a una clínica, pero lo que hizo fue despejar la mesa de la cocina, que estaba destrozada, y tumbarme de espaldas. Me dio un trapo de cocina enrollado para que pudiera morderlo porque iba a dolerme un poco. Entonces sacó una aguja enorme, que luego supe que era para uso veterinario, y comenzó a inyectarme silicona de unos botes. Recuerdo que estaba fría y que dolía muchísimo al entrar en mi cuerpo. De hecho, me desmayé dos o tres veces. La última vez que me desperté, gritando, vi el suelo lleno de sangre. No sé ni cuánto estuvimos allí, dos o tres horas, yo estaba arrepentida y llorando desde el primer minuto".

En los 70 vino de Brasil la moda de inyectarse silicona industrial bajo la piel

Antes de marcharse, la brasileña le dijo a Norma que durmiese boca abajo durante al menos dos semanas. Es el tiempo que toma la silicona líquida en tomar cierta consistencia y amoldarse al cuerpo. "Los primeros días me los pasé medicada por el dolor y la inflamación que tenía. No pisé la calle en 10 días; primero porque no podía y después porque no me cabía la ropa de lo hinchada que estaba. A los pocos días me di cuenta de que algo no iba bien: por la espalda me subía un dolor punzante y las piernas me ardían por dentro. Una mañana me desperté con la pierna derecha como un elefante, completamente roja. Empezó a dolerme todo, a marearme, veía que no llegaba a llamar a la ambulancia. Les dejé la puerta abierta para que entrasen, porque yo no sabía si iba a aguantar. Efectivamente: perdí el conocimiento y lo recobré tres días después, en la UVI. Después me contaron que varios médicos se pasaron un día entero sacándome silicona líquida del cuerpo porque mi cuerpo la rechazaba y creían que me moría".

Pocas personas trans se han librado de una cicatriz de estas falsas cirujanas. Ni siquiera la célebre Cristina La Veneno quien, poco antes de saltar a la fama en Esta noche cruzamos el Mississippi, se puso en manos de Marisol, otra de las que operaban sin formación en Barcelona, para quitarse las arrugas de la frente. En lugar de bótox, Marisol le inyectó silicona sobre las cejas, lo que le causó a Cristina una trombosis en uno de sus ojos. Pese a que recurrió a expertos internacionales como el doctor Barraquer, nunca pudo recuperar la visión por completo. "Al principio no lograba acostumbrarme, ni siquiera podía salir de casa a trabajar. Estuve tres meses en la cama y llegué a pesar 50 kilos porque no tenía ni para comer", escribe en sus memorias.

Foto: La ministra de Igualdad, Irene Montero, durante la sesión de control al Gobierno (EFE/Fernando Villar)

Sigue Carolina Smith. "Muchas de mis compañeras han fallecido a causa de esta silicona. Cuando se usa como implante de pecho, se te puede ir a los pulmones y encharcártelos. En otros casos, se te baja hasta la ingle o los pies. Y otras tantas siguen con silicona en el cuerpo, porque es imposible sacarla. Querían ser lo más femeninas posible, pero no podían permitírselo".

El odio

Con el paso de los años, el colectivo trans ha conseguido ciertos logros, como que la Seguridad Social financie la cirugía de cambio de género o que las autoridades las respeten como a cualquier otro ciudadano. Por eso ahora, cuando la pelea es por un cambio administrativo que les ahorre las constantes humillaciones burocráticas, no comprenden la regresión. La homofobia de los 80 sigue ahí, antes soterrada y hoy a la vista de todos en las redes sociales. "Estoy aterrorizada con el nivel de violencia que estoy recibiendo. Ni siquiera en los años 70, con el franquismo, tuve constancia del odio que hay contra las trans. Tengo bloqueadas en Twitter 11.000 cuentas por insultos y amenazas. Ese es mi día a día", lamenta Antonelli.

Foto: La ministra de Igualdad, Irene Montero. (EFE/Chema Moya) Opinión

"No es solo la gente, también los medios de comunicación han contribuido. Se ha hecho entender a los padres que se iba a operar a sus hijos sin su consentimiento. Que estábamos obligando a los equipos femeninos a meter a hombres en sus vestuarios. Que hay una oleada de adolescentes que se están arrepintiendo de sus tratamientos. Nada de eso se dice en esta ley. Son fake news de libro que se publican porque saben que la gente no se lee los anteproyectos de ley", dice la activista, que hace un mes abandonó el PSOE por discrepancias en torno a esta ley.

"Lo que estamos pidiendo, a grandes rasgos, es que vayamos a hacernos el DNI y no nos hagan una ITV a ver cuánto de mujer somos. Es un proceso desagradable que cualquiera querría evitar, nada más. La mayor parte de las cosas con las que se vuelve loca cierta prensa, como el cambio de género a los 16 años sin consentimiento paterno, existe hace tiempo en muchas comunidades y no ha reparado nadie. Por eso sospecho que el objetivo no es informar, sino conseguir que, cuando alguien ponga ley trans en Google, el 80% de lo que salga sea negativo, como ahora sucede", dice Antonelli.

Para Carolina Smith, este es solo un paso más en el largo camino de la igualdad: "Al principio nos pegaban y nos encarcelaban; ahora nos insultan y no quieren reconocernos. Poco a poco. Aún nos queda mucho por recorrer, en especial en materia laboral, porque tenemos un 80% de paro. Necesitamos que la sociedad nos vea como lo que somos, personas que hemos nacido con otro género. Sinceramente, me cuesta encontrar un colectivo más machacado en la historia".

Durante los últimos meses, y a raíz de la elaboración de la nueva ley trans, se ha reactivado en España el debate sobre la transexualidad. Pese a que se trata de una mera formalidad —cambiar el género en el DNI sin requisitos burocráticos—, la cuestión ha dinamitado las relaciones entre los socios de Gobierno, que ayer declararon el proyecto en punto muerto en lo que puede convertirse en un embudo para el resto de leyes en trámite.

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