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Cómo combatir a la extrema derecha: la versión de Pedro Sánchez
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Cómo combatir a la extrema derecha: la versión de Pedro Sánchez

Las elecciones francesas y la posibilidad de que Trump regrese a la Casa Blanca refuerzan el temor a que las fuerzas de derecha ganen más poder en Occidente. Pero también subrayan el ensimismamiento de las élites

Foto: Sánchez con Scholz en el España-Alemania. (EFE)
Sánchez con Scholz en el España-Alemania. (EFE)
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Las elecciones francesas han contribuido a popularizar una lectura de la sociedad que subraya la división territorial entre las grandes urbes y las pequeñas y medianas ciudades, entre el entorno global y el local, entre las mentalidades y las formas de vida de los núcleos urbanos más poblados y las del resto del país. Esa brecha posee colores ideológicos, pero también subraya cómo el malestar de las poblaciones está concentrándose en la ira contra unas élites que viven encerradas en sus burbujas. Las parisinas están siendo el chivo expiatorio.

No es una cuestión puramente francesa. El ensimismamiento de las élites es una realidad. La separación entre las vivencias de la gente común y las ideas que de las mismas se hace el mundo político, técnico, económico y gestor permite comprender un poco mejor las transformaciones políticas que Occidente está viviendo.

La batalla ideológica

El pasado miércoles, el presidente del Gobierno presentó en Madrid el think tank Avanza. Es un laboratorio de ideas progresistas con el que se pretende dar la batalla ideológica en un momento en que esta es muy relevante. En su discurso, Sánchez mencionó a Michael Gove, un político tory y una figura polémica, ya que había afirmado que "la gente estaba cansada de los expertos". El presidente lo puso como ejemplo de táctica fallida, ya que se avecinaba un gran fracaso de los conservadores en las elecciones británicas, y buena parte de ese desplome estaba basado en el tipo de visión que Gove proponía. Era el tipo de argumento que las derechas duras pueden exhibir en las campañas electorales, porque sirve para promover el resentimiento, pero que, si de verdad se cree en él, causa problemas continuos a la hora de gobernar.

En consecuencia, Sánchez resaltó que uno de los propósitos del laboratorio de ideas era apoyarse en los expertos y en las políticas basadas en la evidencia. No solo era la manera correcta de combatir los bulos en los que se apoya la extrema derecha, sino el camino más útil para desarrollar políticas progresistas. Esa convicción le ha llevado también a crear la figura del asesor científico en el gabinete de cada ministerio, que serán de ayuda a la hora de crear y diseñar políticas públicas. En primera instancia, poco de lo afirmado es refutable, es mucho mejor apoyarse en la evidencia que en el impulso anímico, en la ciencia que en la ideología, etc. Y, sin embargo, Gove tenía razón en lo que afirmaba en diversos sentidos. Es importante hoy resaltar uno de ellos.

Una mesa redonda en una ciudad cualquiera

Una anécdota relativamente reciente puede servir para ilustrar la corriente de fondo. Una persona perteneciente a las élites madrileñas, de esas que trabajan en el entorno experto y a la que no citaré para no personalizar, acudió a provincias para participar en una mesa redonda sobre cohesión territorial. El mundo rural y la España vacía habían cobrado auge en las políticas nacionales, sus problemas comenzaron a ser visibles y los análisis sobre despoblación y el reto demográfico, habitualmente ligados a la transición ecológica y digital, ganaron espacio en el terreno público.

En la localidad en la que se celebró el acto, los problemas no eran muy diferentes de los que tienen otras ciudades pequeñas e intermedias españolas, salvo por dos matices relevantes. Los jóvenes siguen marchándose, la vida de la ciudad es cada vez menos pujante, el futuro que se percibe no es especialmente bueno, pero se trata de una zona que conserva todavía cierto vigor económico. Ese hecho lleva al segundo elemento, ya que, al ser necesaria mano de obra para tareas manuales, hay un tanto por ciento cada vez mayor de población emigrante, en general magrebí. En ese contexto, no hay problemas de convivencia, no hay racismo, no existen quejas por la inseguridad, nada en lo que puedan basarse fuerzas de derecha para crecer allí. Sin embargo, preocupa la evolución, en la medida en que se están formando comunidades separadas. En los colegios, los niños pequeños se relacionan sin ningún problema, pero a partir de una edad temprana, cerca de los 12 años, cada cual comienza a hacer vida con los suyos, lo que entienden como una mala señal de cara a la integración de segundas y terceras generaciones. Y, además, las ayudas que reciben los colectivos emigrantes están empezando a incomodar a los nacionales. De todos modos, las cosas funcionan bien, no hay tensiones y la convivencia general es buena.

Lo peor no fue la falta de comprensión de los problemas, sino la sensación de que su diagnóstico se emitía desde un mundo superior

A esa localidad llegó nuestro experto. Los mensajes que trasladó no eran estrictamente suyos, sino que representaban a los dominantes en la esfera tecnocrática, aunque él los expresara con mayor sinceridad. En esencia, señaló que a lo mejor los problemas que estas poblaciones planteaban no tenían solución y que quizá estuvieran mirándose demasiado a sí mismas. Subrayó que la falta de trabajo de calidad en esas ciudades es un signo de los tiempos y que estaría muy bien que volvieran (a él también le gustaría tener 30 años otra vez), pero que esa manera de pensar solo conduce a la melancolía. Insistió en que la inmigración forma parte de esta sociedad y en que la necesitamos, lo que nos obliga a aprender a convivir con el distinto, lo que no debería ser un problema angustiante. Aseguró que el incremento de la población tampoco puede ser un objetivo (y si aumentase de golpe no les gustaría, porque habría problemas de vivienda y atascos) y que si en diez años hay 10.000 habitantes menos, tampoco es tan grave, ya que vivimos en un mundo de valores y el libre desplazamiento es uno de ellos. Finalizó diciendo que quizá la dificultad mayor es que sabemos lo que nos pasa, pero no nos ponemos de acuerdo a la hora de afrontar los problemas esenciales. La intervención fue realizada en un tono conscientemente provocador y fue más amable de lo que suena su resumen.

Los expertos se han especializado en transmitir argumentos apaciguadores y tranquilizadores

Lo interesante de ella no es que subraye una sustancial falta de comprensión de cuáles son los problemas, el humor social y las necesidades de las ciudades pequeñas e intermedias, sino que transmite la sensación de que su diagnóstico y sus soluciones se emiten desde un mundo superior. Y esto es muy dañino: sin ir más lejos, el desinterés y la suficiencia de los expertos parisinos a la hora de abordar los problemas de la Francia interior fueron lo suficientemente hirientes como para empujar a la gente hacia la indignación. Este es uno de los factores que ha permitido al RN de Le Pen cobrar una ventaja significativa en el mundo rural.

Lo peor, sin embargo, es que este tipo de argumentos relativizadores y apaciguadores llevan mucho tiempo poniéndose en juego por parte de expertos y políticos del establishment: son los que se utilizaron cuando se produjeron las deslocalizaciones, la pérdida de la industria y la conversión en España de un país de servicios y turismo. Fueron los que se emplearon cuando llegaron las crisis económicas para justificar las políticas que empobrecieron a las clases medias y a las trabajadoras y los que sirvieron para culpabilizar al ciudadano común de la recesión. Fueron, además, argumentos que se contaron en todas partes: Obama fue a las zonas desindustrializadas de EEUU y les dijo que no fueran nostálgicos, que los trabajos no iban a volver. Las consecuencias políticas se hicieron evidentes pronto: salió Obama, entró Trump. Ahora, el mismo marco narrativo se está utilizando en la época del declive territorial causado por la globalización, y los efectos son similares: las pequeñas ciudades francesas se han encendido contra Macron y sus expertos y están votando a Le Pen. No es que la gente común dejase de creer en la ciencia, sino que entendió que le estaban contando cuentos en lugar de ayudarles a esquivar el declive. El malestar que se genera en esa situación es muy profundo.

Si no lo vemos, no existe

Es lógico que esa reacción ocurra: rebajar los problemas, insistir en la necesidad de adaptación, utilizar palabras tranquilizadoras y narraciones reconfortantes funciona durante un tiempo. Pero, a medio plazo, se vuelve en contra. En los últimos años, además, esa posición tecnocrática quedaba reforzada porque la otra opción era la extrema derecha: había una línea roja que no debía traspasarse. Sin embargo, lo que se está viviendo en Francia, como en otros lugares antes, es una reacción enérgica contra ese mundo gestor que vive al margen de la sociedad. Llega un instante en que el deterioro social se hace más profundo, todas esas narraciones empiezan a ser entendidas por la gente como un fraude, y se revuelven contra quienes las emiten y representan. No se trata tanto de que las poblaciones coincidan con la extrema derecha, sino que cualquier cosa les resulta preferible antes que esa gente extraña que les mira por encima del hombro y que les dice que es conveniente y natural que sigan perdiendo. En este terreno se han anclado los ascensos de las derechas populistas y extremas en Europa y en el mundo anglosajón, que se basan en un rechazo que afecta tanto a los partidos de izquierda como de derecha tradicionales, en la medida en que ambos actúan dentro de ese marco gestor y experto.

Sin embargo, las narrativas reconfortantes regresan, pero ahora para tranquilizar a las mismas élites. Las parisinas están siendo señaladas como las culpables del ascenso del partido de Le Pen. Resaltar la ceguera del establishment francés, como ocurrió con Cameron en la era del Brexit, resulta útil para acotar responsabilidades. Macron ha recibido numerosas y lógicas críticas por su decisión de adelantar las legislativas, y más por su ese argumento según el cual iba a arrojar una granada electoral a los pies del RN, pero fundamentalmente las han emitido quienes ocupan una posición similar en su mismo país. No es un mal francés: es difícilmente comprensible que se presente como candidato a Biden cuando todos los que le rodean sabían de su deterioro.

La brecha que tiene lugar en la información se produce también con los datos: cada cual cree en los suyos e ignora los de los otros

Sin embargo, todas estas discusiones contienen un fondo apaciguador, como si en realidad nada pasara salvo que se han tomado malas decisiones aisladas. No es así: estamos ante una historia que se relatan clases encerradas en sí mismas que han perdido el contacto con la realidad. Y es normal: las clases formadas urbanas, así como las rentistas, han transitado bien por las sucesivas crisis de los últimos años, mientras que una mayoría social, la que vive de las rentas del trabajo, se ha visto empobrecida. Es lógico que sus mundos tengan referencias muy distintas. Y, en esa separación, las élites no entendieron los efectos que estaban teniendo la desindustrialización del país, el declive de las clases medias y la conversión de las trabajadoras en clases de salario mínimo permanente. No los tenían a la vista, porque no los sufrían, y creían que a la mayoría de la gente le pasaba lo mismo que a ellos. Y cuando esos efectos se hacían expresos, siempre aparecían expertos (de su misma clase social) para afirmar que todo funcionaba razonablemente bien, que los problemas existentes estaban en camino de resolverse y que no había que dejarse llevar por las emociones negativas, que eran aprovechadas por la extrema derecha.

El segundo problema es que, al utilizar a los expertos para difundir las narrativas (auto)tranquilizadoras se contribuyó a algo muy peligroso, que sí ha sido utilizado por la extrema derecha: la desaparición de un centro fiable y objetivo en el que la mayor parte de la población confíe. La brecha que vemos en la información y en las noticias se produce también con los datos: cada cual cree en los suyos. A partir de ahí se hace mucho más fácil que las narrativas negacionistas de cualquier tipo penetren en la población, porque la confianza sistémica, la base segura, tiende a desvanecerse.

El 'pajaporte' y la impotencia

A pesar de todo eso, el recurso a las especificaciones expertas como elemento de convicción definitivo continúa utilizándose, cada vez con menos éxito. Un ejemplo menor, pero revelador, es Cartera Digital Beta, la solución puesta en marcha por el Ministerio para la Transición Digital y de la Función Pública con el objetivo de que los menores no accedan a contenidos pornográficos, que se ha rebautizado popularmente como el 'pajaporte'. El ministro Escrivá, ante las chanzas continuas, publicó un hilo en X en el que detallaba cómo se había articulado el procedimiento, insistía en que la privacidad estaba garantizada y aseguraba que habían trabajado en la aplicación evaluando la evidencia empírica.

Quizá tenga toda la razón, pero hay un hecho que es fácilmente comprensible: es muy mala idea obligar a registrarse a los adultos para evitar que los niños vean porno. Casi nadie lo va a entender y solo puede parecer una medida inteligente a quienes viven en un mundo aparte. Envolverse en explicaciones técnicas avaladas por la evidencia solo empeora las cosas, porque la distancia con la población se hace aún más grande. Y todo esto sin contar que la medida lo que revela en realidad es la impotencia de los poderes públicos a la hora de lidiar con las profundas disfunciones legales que provoca el ámbito digital, y que todavía no saben, o no quieren, combatir.

Foto: Una actriz de PornHub se hace un selfie con un fan. (Getty Images)

Quizá aquí resida el mayor problema. Es consolador pensar que colocando parches en forma de políticas públicas basadas en la evidencia, la sociedad estará mejor gestionada y los problemas de la gente se irán solucionando. Pero lo cierto es que la época es lo suficientemente turbulenta como para necesitar algo más que eso y, para afrontarla, es preciso constatar antes que las ideas dominantes hasta la década pasada no sirven para esta, si es que sirvieron alguna vez. Nuestras élites, las parisinas, las de Washington, las españolas, siguen ancladas en los viejos modelos, y sus recetas sirven fundamentalmente para que se animen las unas a las otras y piensen que, en esencia, pocas cosas han cambiado.

Pero, al actuar así, ponen las cosas fáciles a los partidos que quieren cambiar sustancialmente el sistema, que en este tiempo pertenecen a la derecha. Basta con mencionar algunas palabras mágicas, como inflación, poder adquisitivo, vivienda, salarios, o pacto verde, o migración, dependiendo del lugar político desde el que se pronuncien, para que los argumentos emitidos desde el mundo experto pierdan la aceptación social: "Los nacionalpopulistas simplemente se limitan a enumerar todo lo que se le está quitando a la gente". Con eso les es suficiente.

La narrativa de que, a pesar de todo, las cosas van bien, que hay que ser optimistas, que vivimos en el mejor momento de la historia y demás, así como todos los datos que la pretenden avalar, ha perdido ya su fuerza. El recurso al moralismo empeora las cosas y ni siquiera que esté al otro lado la extrema derecha apaga el malestar. Hay algo que las élites políticas y económicas no han entendido de nuestro mundo, pero, para comprenderlo, tienen que abandonar su burbuja. Es difícil que lo hagan cuando ni siquiera saben de qué se está hablando.

Las elecciones francesas han contribuido a popularizar una lectura de la sociedad que subraya la división territorial entre las grandes urbes y las pequeñas y medianas ciudades, entre el entorno global y el local, entre las mentalidades y las formas de vida de los núcleos urbanos más poblados y las del resto del país. Esa brecha posee colores ideológicos, pero también subraya cómo el malestar de las poblaciones está concentrándose en la ira contra unas élites que viven encerradas en sus burbujas. Las parisinas están siendo el chivo expiatorio.

Pedro Sánchez Extrema derecha
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