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García de Paredes: el centenario del arquitecto-luthier
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Rubén Amón

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García de Paredes: el centenario del arquitecto-luthier

El Auditorio Nacional de Madrid, inaugurado en 1988 y escenario hace unos días de un sublime 'Requiem' de Mozart, es el reflejo de un artista que encontró el misterio del sonido

Foto: Panorámica del escenario principal del Auditorio Nacional. (EFE/Mariscal)
Panorámica del escenario principal del Auditorio Nacional. (EFE/Mariscal)

José María García de Paredes (1924-1990) llegó justo a tiempo de asistir a la inauguración del Auditorio Nacional en 1988, aunque ha sido el transcurso de las décadas el argumento que ha otorgado a su obra todas las cualidades de un gran instrumento musical, como si los años hubieran madurado y embellecido el calor y el color de las maderas. Y como si el Auditorio Nacional en sí mismo hubiera asimilado la influencia de los maestros y las orquestas que han forjado su propia identidad musical.

De alguna manera tiene que notarse la huella de la Filarmónica de Berlín y la impronta de la Sinfónica de Chicago. De un modo u otro, la acústica del Auditorio agradece las interpretaciones de Mehta, Abbado, Solti, Celibidache, Muti, Mariss Jansons, Lorin Maazel, por no hablar de los solistas que lo han frecuentado -Perlman, Kissin, Yo Yo Ma, Lupu, Barenboim- y de la relación orgánica con la Orquesta Nacional.

Los detractores del proyecto lo degradan a la categoría del Tanatorio Nacional. Quizá por la frialdad del edificio. O por la asepsia de los vestíbulos y espacios interiores. Me parece que estos reproches superficiales subestiman no solo la funcionalidad del edificio y la prodigiosa caja acústica -el alma del instrumento-, sino la idiosincrasia madrileña del ladrillo, la adaptación al barrio que lo aloja, la armonía formal (la nitidez), el sutil punto de conexión de la ética y de la estética, la intemporalidad como alternativa a la presión vanguardista, y el hallazgo misterioso del sonido.

Foto: 'Las bodas de Fígaro', de Martin Kusej, en el Festival de Salzburgo

Queremos decir que García de Paredes fue un extraordinario luthier. Tiene acreditado en Madrid un "repertorio" civil muy interesante, como el Colegio Mayor Aquinas, pero la melomanía propia y las relaciones conyugales con la familia Falla predispusieron su sensibilidad a las salas de conciertos.

Suyo es el Auditorio de Granada, el de Murcia y el Palau de Valencia, pero tiene sentido destacar el "instrumento" de Príncipe de Vergara porque es la caja de resonancia de la vida sinfónica y camerística de la capital; porque celebramos el centenario del nacimiento del arquitecto; y porque fue en Madrid donde el maestro decidió instalar su estudio, su "taller".

Foto: Sede de BBVA en Madrid.

Vienen a cuento las comillas para enfatizar la connotación artesanal de la ejecutoria de García de Paredes (sin menoscabo de su erudición matemática o científica). Y su adhesión a la escuela de luthieres-arquitectos que antepusieron la relevancia de la experiencia sonora y el criterio de la visibilidad en la mejor acepción de la sinestesia.

El Auditorio Nacional se parece a una partitura en espera de ser interpretada. No tiene sentido ni adquiere su esplendor hasta que la música ocupa el espacio y el tiempo. Adquiere entonces su naturaleza y su plenitud. Se manifiesta el prodigio y el misterio del gran fenómeno sonoro.

Lo hemos podido comprobar hace unos días con el concierto que propusieron Teodor Currentzis y las huestes de la musicAeterna. Estaba en discusión el "Requiem" de Mozart. Y no se había concebido como un homenaje a la memoria de García de Paredes, pero la experiencia, el acontecimiento, redundan en los argumentos del centenario. Y en los aciertos de un templo propicio tan propicio al estupor del sonido.

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No se hubiera escuchado igual la trama sonora y metafísica de Currentzis sin la "plasticidad" del Auditorio Nacional, aunque tiene sentido agradecer al maestro griego el esmero litúrgico con que concibió el ritual. La oscuridad de la sala predisponía el cromatismo de la orquesta. Y la cualificación del coro redundaba en una espiritualidad… voluptuosa, como si la mística de la experiencia aludiera a la sensualidad de Santa Teresa.

El rito, la liturgia, la feligresía. García de Paredes tuvo en cuenta no solo la cualificación acústica de su instrumento, sino la contribución de los fieles en la comunión de la ceremonia. No pudo escribirlo con más claridad: "En una sala de conciertos, es conveniente la intimidad musical, algo parecido al espacio místico referido a la arquitectura religiosa, que si en el factor acústico se logra desde soluciones de mayor presencia sonora, en el psicológico depende mucho de la mayor o menor presencia del público”.

José María García de Paredes (1924-1990) llegó justo a tiempo de asistir a la inauguración del Auditorio Nacional en 1988, aunque ha sido el transcurso de las décadas el argumento que ha otorgado a su obra todas las cualidades de un gran instrumento musical, como si los años hubieran madurado y embellecido el calor y el color de las maderas. Y como si el Auditorio Nacional en sí mismo hubiera asimilado la influencia de los maestros y las orquestas que han forjado su propia identidad musical.

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