“Es como si quisieran recuperar el tiempo perdido”, lamenta Sagrario Monedero refiriéndose al repunte de emisiones posterior al confinamiento. La directora de Acción e Impacto Sistémico de Greenpeace reconoce a su vez el efecto que estas previsiones desalentadoras pueden tener sobre el activismo: “Hay gente que ve que no se avanza, que las instituciones no están a la altura y genera mucha frustración. Además, la gente joven se está enfrentando a unos niveles de precariedad brutales y a la vez sienten que no van a tener ni siquiera planeta en el que vivir en condiciones”.
El aumento de las desigualdades, la inseguridad creada por la pandemia y su consecuente crisis financiera, y, ahora, la guerra en Ucrania son otros de los detonantes del derrotismo que acompañan a la ansiedad climática. Por estas circunstancias, Monedero ve natural que las personas se sientan muy poco empoderadas para la movilización, mientras les afecta un sentimiento que puede llegar a ser “paralizante”. Aun así, la activista insiste en la importancia de “no tirar la toalla”, porque, aunque “vayamos mal y vayamos tarde, esta década es decisiva”.
En esta coyuntura de precariedad generalizada, el ecologismo llegó al consenso de que no se debe culpabilizar a los individuos, sino que es necesario que sean los encargados de la producción de gases de efecto invernadero quienes asuman su papel a la hora de frenar el calentamiento global.
Insiste en ello Tiziana Martín, que apunta al dato publicado en 2017 por Carbon Disclosure Project, una investigación que muestra como tan solo 100 empresas emiten el 70% de las emisiones de CO₂ de nuestro planeta, por lo que entiende que “todos tenemos una cuota de responsabilidad, pero no la misma la que tiene una persona que está sumergida en el sistema a una multinacional”.