Ositos peludos que se aferran a su madre con la intensidad que nosotros otorgamos a un abrazo, un elefantito que juguetea en el agua y el barro, un lencito que intenta escapar de la vigilancia materna para explorar... Cuando nos encontramos ante un cachorro de mamífero, raro es el que no se enternece. Da igual que de adultos nos resulten aterradores: su versión en miniatura nos parece irresistible. Esto, que lo saben bien los publicistas, y de ahí que los utilicen en sus anuncios sin piedad, tiene detrás una razón evolutiva.
Cabezas desproporcionadas respecto al tamaño del resto del cuerpo, ojos grandes y curiosos, cuerpecitos indefensos y patas torponas. ¿Les suena todo esto? Es en lo que se parecen los cachorros a los bebés humanos.
Según el Nobel de Medicina Konrad Lorenz, muchas crías de animales poseen ciertos rasgos que comparten con los bebés humanos, pero no con los adultos: ojos grandes, narices chatas, frentes abultadas y barbillas pequeñas. Lo que nos pasa cuando los miramos es que somos víctimas de la evolución, que nos compele a cuidar a los bebés.
Lorenz explicaba que, debido a la indefensión absoluta con la que nacen los bebés, y el largo periodo durante el que necesitan muchísisimos cuidadeos, los humanos tenemos el impulso de protección hacia las crías siempre a punto de invadirnos. ¿Un gatito cabezón y torpe? Suficiente. ¿Un rinoceronte pequeñito paticorto? No nos hace falta más. ¿Un monete sobre el lomo de su madre? Acabáramos.
Tendemos a juzgar a otros animales según su apariencia siguiendo los mismos criterios por los que juzgamos la nuestra: atribuimos a los delfines una sonrisa inteligente y a los tiburones una cruel, a los monos una apariencia burlona y a los gatos una actitud pasota. Esto hace que queramos proteger cualquier cosa que nos recuerde a un bebé.