Pero, un día, la lluvia cambió. David junta las palmas y tiende los brazos al aire. "El agua te picaba en la piel", explica, mirando al techo. Hace unos meses, el viejo tuvo que cambiar las hojas de hierro corrugado que cubrían su chabola. "Las otras se habían corroído. Fue la lluvia", recuerda acodado en un sillón verde que el calor y la costumbre han cincelado con la forma y dimensiones de su trasero.
Siete años después, David apenas puede caminar. "Mira, mira", dice mostrando unas radiografías. Los rayos X revelan que tiene un cuerpo extraño alojado en su cadera. Dice que necesita una operación que no se puede pagar. El viejo cojea hasta la puerta para despedirse. Señala su antigua casa, arruinada, compartiendo pared con el muro de una fábrica abandonada. Su patio está vacío.
Las gallinas empezaron a morir
Anastacia Nambo las perdió todas, y después vio cómo los árboles se secaban, cómo la alfombra de hierba que abrazaba las chabolas se iba haciendo gris. Hoy, presume de tener el único ejemplar vivo de toda la comunidad, al que protege con un neumático de camión. Acaricia a "Daisy", un arbusto de medio metro, como si fuera uno de los perros que hace años deambulaban por aquí. Al lado, un criadero de conejos guarda polvo y silencio. "Se han muerto también", lamenta.
Después, fueron los niños
Enfermaron uno tras otro, se quedaron sin ganas de salir a jugar, incapaces de sumar dos más dos en el colegio. "Ibas a Owino Uhuru y la mitad de los niños estaban en casa porque se encontraban mal", explica Phyllis Omido, que trabajaba en una planta industrial que empleaba a mucha gente del slum.
Siguieron sus madres. Algunas tuvieron dos, tres y hasta cuatro abortos involuntarios. A Elizabeth la abandonó su marido porque no podía quedarse embarazada durante mucho tiempo. Ella le defiende: "¿Para qué sirve una mujer que no puede dar hijos?".
Los niños que nacían no eran normales. A Philomon le creció una piel rugosa y plateada a las pocas semanas de vida. El pequeño, que ahora tiene tres años, exhibe con timidez las marcas de su cráneo y sus piernas, mientras su madre lo arrulla. "Es uno de los últimos estadios", sentencia Maxwell Dedeya, un residente de Owino Uhuru que también tiene una hija enferma.