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Cuando Vladímir Putin era recibido con flores en Ucrania
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De reformista respetado a invasor rechazado

Cuando Vladímir Putin era recibido con flores en Ucrania

Desde la Revolución Naranja en 2004, la actitud de Putin hacia Ucrania y Occidente cambió para siempre. Y la invasión rusa solo es el último capítulo de este largo y trágico camino

Foto: Vladímir Putin durante una reunión con sus ministros. (EFE/Mikhail Klimentyev)
Vladímir Putin durante una reunión con sus ministros. (EFE/Mikhail Klimentyev)
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“Lo recuerdo muy vivamente. Fue en 2002. Yo por entonces iba al instituto en Zaporiyia. Me acuerdo de que hacía calor, porque tuvimos que ir caminando al punto indicado. Todo el mundo estaba muy entusiasmado. Putin estaba en su primer mandato y seguía siendo percibido como un presidente nuevo, molón y respetable. También entre los adolescentes. La mayoría de nuestros padres apoyaban tener una fuerte asociación con Rusia. Zaporiyia es una ciudad muy industrial, así que la mayoría de nuestros padres eran empleados de fábricas y empresas que trabajaban con Rusia. A todo el mundo le interesaba una relación cercana”.

Aunque daten de hace solo 20 años, las memorias de Alina Bilujta, original de Zaporiyia —en el sureste de Ucrania—, parecían llegar desde un pasado remoto en que las nociones soviéticas de hermandad entre rusos y ucranianos seguían coleando, ajenas, por el momento, de las injerencias, invasiones y desmembramientos territoriales que les deparaba el futuro. Vladímir Putin llevaba dos años en el Kremlin. Se trataba de una cara nueva: un tipo relativamente joven, de hablar sobrio y conducta profesional. Este reformador de la vecina Rusia, el hombre que prometía estabilizar la economía y meter en cintura a los saqueadores de los bienes públicos, honraba a Zaporiyia con una amistosa visita de Estado.

"Si no estabas presentable, te podían mandar a casa a que te cambiaras de ropa. Había que mostrar el mejor aspecto posible, en caso de que el presidente Putin te pusiera el ojo encima"

“El Consejo Municipal y nuestros profesores organizaron todo el evento”, dice Bilujta, que hoy vive en Estados Unidos. “Todos los estudiantes de las escuelas públicas tuvimos que presentarnos bien vestidos. En mi colegio teníamos unas chaquetas de color borgoña y se nos pedía que llevásemos una camisa blanca y unos pantalones, o falda, de color negro. Era como cuando íbamos al desfile del 9 de mayo, Día de la Victoria. Si no estabas presentable, te podían mandar a casa a que te cambiaras de ropa. Había que mostrar el mejor aspecto posible, en caso de que el presidente Putin te pusiera el ojo encima. Y flores. Teníamos que llevar flores. Cada uno las suyas. Normalmente se las comprábamos a la 'bábushka' (nombre ruso para referirse a personas ancianas) que las vendía en la estación de autobuses. Cada escuela tenía asignado un punto en la avenida Lenin. Como nuestra escuela era una de las mejores, teníamos una posición muy buena, cerca de la sede del Gobierno. Sabíamos que Putin recorrería la avenida, así que teníamos que estar guapos y mostrarnos felices”.

La visita se produjo el 6 de octubre para conmemorar el 70 aniversario de la construcción de DniproHES, la mastodóntica presa que inauguró los planes quinquenales de Stalin, ciñó la fuerza del río Dniéper y alimentó con electricidad las industrias del este y el sur de Ucrania, desde las minas de manganeso de Kryvyi Rih hasta las plantas metalúrgicas del Donbás, pasando por todo un entramado de empresas fabricantes de radares, grúas, autobuses y hornos pesados. Un símbolo del poderío soviético y, según los versos del poeta Vladímir Mayakóvski, el saldo de la deuda imperial rusa con Ucrania, que recibía así un puntal estratégico.

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Zaporiyia salió a recibir al mandatario en la avenida principal. Los anales de aquel día recogen un ambiente festivo con algunos conatos de protesta; pero no contra Vladímir Putin, sino contra el anfitrión, el presidente de Ucrania, Leonid Kuchma. “¡Putin, no le des la mano a Kuchma!”, decían unos carteles en la plaza central de la ciudad. "Viva la amistad de los pueblos ucraniano y ruso", decía otra. Y una más, de protesta: "¡Ucrania, sin Kuchma, y Rusia, con tocino!", en referencia al famoso salo, la tira de tocino servida con pimentón y sobre una rebanada de pan que los ucranianos solían echar de menos cuando visitaban a sus amigos y familiares en el país vecino.

La imaginación de los habitantes de Zaporiyia estaba disparada. Quizá soñaban con la grandeza majestuosa de los antiguos viajes imperiales, como cuando Catalina la Grande recorrió la Ucrania recién anexionada, incluida Zaporiyia, a mediados del siglo XVIII. Según la leyenda, los preparativos en aquella ocasión fueron tan ambiciosos que el valido y amante predilecto de la emperatriz, el príncipe Grigoriy Potemkin, había levantado a la vera del camino una serie de fachadas de pueblos falsos que satisfarían las altas expectativas de la zarina. Una fastuosidad, muchas veces, más legendaria que real, engordada por la pluma de los historiadores rusos.

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“Esperamos de pie durante varias horas”, continúa Bilujta. “Luego vimos varios coches pasar por allí, por una avenida que había sido completamente cerrada. Imaginaba que veríamos a Putin a bordo de un Cadillac, saludando con la mano. Pero, por supuesto, eso no sucedió. Quizás él pasó en uno de esos coches, no lo sé. Recuerdo haberme sentido algo decepcionada por no haberlo llegado a ver realmente. Esa tarde las noticias hablaban del pueblo de Zaporiyia saludando a Vladímir Putin. Así es como lo recuerdo”.

Putin y Kuchma llegaron a la presa, un elegante arco de 800 metros de longitud que sirve de antesala a la ciudad de Zaporiyia, que significa, en honor al estrecho y violento caudal que solía alcanzar allí el río Dniéper, “más allá de los rápidos”. Los dos presidentes depositaron juntos el primer bloque de un segmento en reconstrucción, desvelaron una placa conmemorativa de la visita y depositaron una ofrenda floral al pie del monumento a un soldado que murió defendiendo la presa, durante la Gran Guerra Patria. Vladímir Putin recibió como regalo un cuadro pintado por un artista local en el que se representaba la construcción de DniproHES.

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Dos décadas más tarde, sin embargo, Zaporiyia es una ciudad distinta. La imponente avenida Lenin ha pasado a llamarse avenida de la Catedral y la estatua del revolucionario ruso ya no se yergue al final del embalse, donde solía dar la bienvenida a la avenida que llevaba su nombre. Ahora, pese a que el ruso sigue siendo la lengua de uso mayoritario, todos los carteles están en ucraniano, igual que la prensa y la mayoría de los contenidos audiovisuales. Más allá de la fundamental arquitectura estalinista que define el centro de la ciudad, muchas señales de la hegemonía soviética han sido retiradas. Aunque la industria sigue en pie.

Las clásicas chimeneas de franjas rojiblancas se ven casi siempre en el horizonte, junto a los edificios cuadrados y grises, las nubes de humo y las discretas llamitas que brotan de las altas estructuras metálicas. En función de la dirección del viento, los habitantes de los distintos barrios de Zaporiyia notan en sus gargantas y en sus fosas nasales el picante olor de Zaporozhstal, la Planta de Ferroaleaciones, el Combinado de Titanio y Magnesio, y otros herrumbrosos complejos industriales.

placeholder Un centro comercial de Zaporiyia reconvertido en un punto de apoyo a refugiados. (EFE/Miguel Gutiérrez)
Un centro comercial de Zaporiyia reconvertido en un punto de apoyo a refugiados. (EFE/Miguel Gutiérrez)

Al otro lado del río y de las fábricas titila la estepa en la que se producen los combates. Si estos son duros, el sonido de la artillería llega a los vecindarios de la orilla izquierda de Zaporiyia. El frente está solo a 30 minutos en coche. Las autoridades mantienen un toque de queda entre las 11 de la noche y las cinco de la madrugada. A partir de las ocho de la tarde, se exige cerrar las ventanas y bajar las persianas para que el enemigo tenga más dificultades en apuntar sus habituales misiles. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?, se preguntan los zaporogos, antaño tan ligados, económica y tradicionalmente, al coloso vecino ruso. ¿Qué ha pasado?

“Mi padre trabajaba en una fábrica de motores de avión. Una empresa grande y seria que funciona desde hace unos 100 años. Su principal socio comercial era Rusia. La mayor parte de los pedidos venían de allí”, dice Alina Bilujta. “La mayoría de los amigos de mis padres también trabajaban en empresas industriales como Dneprospetsstal, AvtoVAZ y demás. Y querían cultivar la amistad con Rusia. En 2004, sin embargo, se hizo muy claro que la generación de jóvenes no tenía esa prioridad. Yo pertenecía a esa generación. Para entonces yo estaba en primero de carrera y pensábamos que no, que nosotros nos oponíamos a la corrupción y a todo lo que sucedía con Rusia. Nosotros con quien queríamos estar era con Europa”.

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Bilujta se refiere a la llamada Revolución naranja. Esta consistió en una ola de protestas que, en el invierno de 2004-2005, forzó al Tribunal Supremo de Ucrania a ordenar un recuento de los votos de las elecciones presidenciales, que había ganado el prorruso Víktor Yanukóvich entre numerosas acusaciones de fraude. Las papeletas se contaron de nuevo y el resultado dio como ganador a su rival, el proeuropeo Víktor Yúshchenko. Un giro de los acontecimientos que no agradó, en absoluto, al Kremlin.

Las cargas políticas que estallaron en 2014 ya se habían vislumbrado 10 años antes. Además de las acusaciones de fraude contra Yanukóvich, la Revolución naranja denunciaba la manera en que, muchas veces, se hacían las cosas en Ucrania: el crudo reparto del poder entre las camarillas, el uso del 'kompromat' (publicidad negativa sobre otros políticos), la compra de escaños parlamentarios, la creación de partidos políticos ficticios en beneficio de los oligarcas y el tráfico de favores. Una serie de comportamientos corruptos que repugnaban a cada vez más ucranianos, que los cristalizaron en la figura y el partido del prorruso Víktor Yanukóvich.

placeholder Estudiantes ucranianos protestan en la ciudad de Lviv. (Reuters/Marian Striltsiv)
Estudiantes ucranianos protestan en la ciudad de Lviv. (Reuters/Marian Striltsiv)

El Partido de las Regiones, formado por los mandamases de Donetsk en 1997, dominaba el paisaje político y económico del sureste de Ucrania. Quienes vivieron a su sombra describen una manera clientelista de hacer las cosas, como si el viejo Partido Comunista hubiera renacido de sus cenizas y tratara de extender su control político a todas las células de la sociedad. Una de las prioridades del Partido de las Regiones, positiva a ojos de muchos votantes, era preservar las buenas relaciones con Rusia, manteniendo a flote el viejo entramado comercial de las industrias postsoviéticas y, con ello, cientos de miles de empleos. En otras palabras, el contrato social de este partido consistía en ofrecer a los ciudadanos estabilidad económica a cambio de que estos obedecieran o, por lo menos, miraran para otro lado.

La Revolución naranja fue una enmienda a la totalidad de este sistema y, por extensión, un aldabonazo para el Kremlin. Los asesores políticos rusos habían viajado a menudo a Kiev en los meses anteriores, convencidos de que su hombre, Yanukóvich, vencería ampliamente y mantendría las aguas en su cauce natural; es decir, una Ucrania cercana, dependiente, solícita ante el hermano mayor ruso. El propio Vladímir Putin viajó a la capital ucraniana dos veces, justo antes de la primera y de la segunda ronda de la votación. Una coincidencia que no pasó desapercibida. Pero estos esfuerzos fueron en vano y la elección de un líder proeuropeo, con base en las fuertes protestas, fue atribuida a la mano negra de la CIA. En 2004, la actitud de Putin hacia Ucrania y Occidente cambió para siempre. Las ansiedades rusas ante la perspectiva de perder un territorio que consideraban suyo y que habían gobernado desde el siglo XVII hasta 1991 se reflejaron en un uso cada vez más habitual del jarabe de palo.

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“Creo que mi padre, ahora que lo pienso, jamás admitió abiertamente por quién votó en 2004, pero lo que sí me dijo fue que los jefes de las empresas en las que trabajaban él y sus amigos les habían dicho que votasen por un candidato prorruso como Yanukóvich. No creo que mi padre apoyara esta forma de hacer las cosas. Él también quería cambio. Que un proeuropeo llegase al poder”, dice Alina Bilujta.

En 2010, Yanukóvich ganó limpiamente las presidenciales, pero las grietas afloradas en 2004 no tardarían en volver a ensancharse y a poner patas arriba el paisaje ucraniano. A finales de 2013, después negociar durante meses la firma de un acuerdo de asociación con la Unión Europea, Yanukóvich dio marcha atrás, selló en secreto un acuerdo con Rusia y vio como el Maidán, la plaza que fue escenario de la Revolución naranja, volvía a llenarse de manifestaciones masivas. Esta vez, las manifestaciones desbordarían las ciudades de medio país, serían reprimidas, se tornarían violentas y acabarían con el prorruso huyendo en helicóptero a los brazos del Kremlin. Un Gobierno provisional y proeuropeo ocuparía su lugar, Rusia se anexionaría Crimea y la historia del país cambiaría para siempre. La invasión a gran escala del 24 de febrero solo es el último capítulo de este largo y trágico serial.

“Yo misma me quedé estupefacta al ver al este de Ucrania luchar tan duramente en esta guerra”

Alina Bilujta reconoce que le sorprendió ver a sus padres simpatizar con el Maidán. El cambio político que eclosionó en 2004 se había ido consolidando entre sus allegados. “Todos mis amigos de la universidad y del instituto que se quedaron en Ucrania para formar una familia o montar un negocio, no se veían a sí mismos como seguidores de esa política del hermano mayor respecto a Rusia, como sí habían hecho nuestros padres durante toda nuestra infancia. Todos crecimos hablando en ruso, pero ahora las nuevas generaciones hablan en ucraniano, estudian ucraniano y el cambio en la identidad está ocurriendo a gran velocidad”.

La percepción de Bilujta se refleja en la menguante presencia de los partidos prorrusos en Ucrania, que han pasado de dominar la mitad del Parlamento en 2010 a sumar un 18% de los votos en las últimas elecciones legislativas (necesario añadir que Volodímir Zelenski probablemente cosechó un número significativo de votos prorrusos). Por otro lado, diferentes encuestas, como una realizada en 2020 por Ipsos y otra en 2021 por el Instituto Internacional de Sociología de Kiev, recogen que las simpatías por entrar en la OTAN y en la Unión Europea han crecido sobremanera en los últimos 10 años. También en las provincias del este y del sur. Las afinidades con Rusia, en cambio, han disminuido. Ninguna de las regiones encuestadas en 2020 creía que Rusia tendría un “impacto positivo en la política internacional”. Todas ellas, por el contrario, sí pensaban que la OTAN y la UE serían beneficiosas.

Foto: Funeral en Lviv de tres soldados ucranianos fallecidos en combate. (EFE/Mykola Tys)

Es muy difícil medir el clima de opinión en tiempos de guerra, pero la resistencia generalizada de la población ucraniana, sobre todo en las provincias del este y del sur, donde miles de soldados rusófonos y de etnia rusa se dejan la vida en el frente, puede aventurar la solidificación última de esa unidad política. Al menos en los territorios libres. La tenaz respuesta a la invasión no solo sorprendió a muchos en Occidente, sino en la propia Ucrania, acostumbrada a ser vapuleada por la historia.

“Yo misma me quedé estupefacta al ver al este de Ucrania luchar tan duramente en esta guerra”, admite Bilujta. “Cuando supe que las tropas rusas habían entrado en mi región, estaba segura de que esta probablemente cedería en tres días, que nadie lucharía. Pero ahora veo a mis amigos y familiares, ucranianos rusófonos, decir que lucharán hasta las últimas consecuencias, que esto es tierra ucraniana y que nadie quiere el 'russkii mir' [traducido como 'mundo ruso', el eufemismo propagandístico que utiliza el Kremlin para referirse a sus antiguos territorios imperiales] en nuestra tierra”.

“Lo recuerdo muy vivamente. Fue en 2002. Yo por entonces iba al instituto en Zaporiyia. Me acuerdo de que hacía calor, porque tuvimos que ir caminando al punto indicado. Todo el mundo estaba muy entusiasmado. Putin estaba en su primer mandato y seguía siendo percibido como un presidente nuevo, molón y respetable. También entre los adolescentes. La mayoría de nuestros padres apoyaban tener una fuerte asociación con Rusia. Zaporiyia es una ciudad muy industrial, así que la mayoría de nuestros padres eran empleados de fábricas y empresas que trabajaban con Rusia. A todo el mundo le interesaba una relación cercana”.

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