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El gran melón europeo: por qué reformar los Tratados de la Unión Europea es tan difícil
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"Caja de Pandora"

El gran melón europeo: por qué reformar los Tratados de la Unión Europea es tan difícil

La reforma de los Tratados de la Unión siempre provoca debates tensos. Muchos Estados miembros se oponen a abrir la caja de Pandora

Foto: Bandera de la Unión Europea. (EFE/Philipp von Ditfurth)
Bandera de la Unión Europea. (EFE/Philipp von Ditfurth)

Si hay un tema tabú en la Unión Europea, es la reforma de los Tratados. Es la auténtica caja de Pandora, el asunto que nadie quiere tocar demasiado en serio porque es altamente tóxico. Para algunos, es incluso un debate no nato. Todos saben que existe, que está ahí, pero todos saben que es imposible llevarlo a buen puerto. Desde 2009, cuando entró en vigor el Tratado de Lisboa, que venía a sustituir la fallida Constitución europea, nadie ha intentado abordar el asunto de verdad. Esta semana, el Parlamento Europeo ha votado una propuesta de reforma de los Tratados con la que busca agilizar la Unión, eliminar vetos y también preparar el bloque ante una posible futura ampliación a más de 30 socios, pero esta nueva intentona, lo más parecido a un intento real por lanzar una reforma desde 2009, tiene pocas opciones de salir adelante.

¿Por qué resulta tan difícil hablar de la reforma de los Tratados? La respuesta corta es, como en tantas otras cosas de la Unión Europea, porque requiere un apoyo unánime de todos los Estados miembros y se está lejísimos de acercarse a él. La respuesta larga es algo más compleja. El propio resultado de la votación indica bien cuál es el estado de ánimo en Bruselas. La Eurocámara, de largo el lugar donde más federalistas y proeuropeos radicales se podían encontrar en el pasado, aprobó el informe por la mínima: 291 votos a favor, 274 en contra y 44 abstenciones. Los impulsores de ese informe, los eurodiputados Daniel Freund, de Los Verdes, Guy Verhofstadt, de los liberales (Renew Europe), Sven Simon, del Partido Popular Europeo (PPE), Helmut Scholz, de la Izquierda Unitaria Europea (GUE) y Gaby Bischoff y el español Domènec Ruiz Devesa, de los socialdemócratas europeos, han celebrado la aprobación como un gran paso adelante porque activa una de las vías que podrían llevar a una convención que preparara un nuevo tratado. Pero lo cierto es que el resultado ajustado muestra lo difícil que es esa operación.

La buena noticia para los reformadores es que algo se está moviendo. El tabú se empezó a romper en 2022, cuando al finalizar la Conferencia sobre el Futuro de Europa —una idea lanzada por el presidente francés, Emmanuel Macron, a la que la Eurocámara ha intentado dar seguimiento a pesar de su escaso recorrido—, algunos plantearon la necesidad de escuchar las voces de los ciudadanos y tratar de plasmar sus prioridades y sus quejas en una reforma de los Tratados. Ese mensaje venía, en todo caso, de los tradicionales reformadores federalistas. Para los Estados miembros, eran los mismos de siempre que trataban de apoyarse sobre la idea de la conferencia para impulsar su agenda. El mejor argumento a favor de que algo se mueve más allá del típico club de federalistas radicales es un discurso de mayo de 2022 de Mario Draghi, entonces primer ministro italiano, que pidió afrontar una reforma "con valentía". "Las instituciones que nuestros predecesores han construido en las últimas décadas han servido bien a los ciudadanos europeos, pero son inadecuadas para la realidad a la que nos enfrentamos hoy", explicaba Draghi en aquella intervención.

Pero la demostración de que no todos comparten la visión de Draghi ha estado en el escrutinio de esta misma semana. Los federalistas como el eurodiputado Ruiz Davesa defienden que otra votación, más genérica, del 9 de junio de 2022, cosechó un apoyo más amplio, con 355 votos síes. Pero en cuanto se baja a los detalles, algo que ha ocurrido en esta segunda votación, ya que todo el proceso de redactado de la resolución ha pasado por las manos de la Comisión de Asuntos Constitucionales (AFCO), las cosas se complican.

Foto: Charles Michel, presidente del Consejo Europeo. (Europa Press/Jonas Roosens)

Si ya es difícil en la Eurocámara, entre los líderes será casi imposible. Donald Tusk, el que seguramente sea futuro primer ministro de Polonia, ya ha dejado claro que no apoya la idea de una reforma de los Tratados. En mayo de 2022, cuando el Parlamento Europeo empezaba a trabajar por impulsar una reforma de los Tratados a rebufo de la Conferencia sobre el Futuro de Europa, un grupo de países firmaba una carta en la que intentaba frenar la ambición de los que querían aprovechar el impulso para lograr una reforma. Eran Bulgaria, Croacia, la República Checa, Dinamarca, Estonia, Finlandia, Letonia, Lituania, Malta, Polonia, Rumanía, Eslovenia y Suecia. La mitad de los Estados miembros.

En Polonia, la oposición a una apertura de los Tratados es uno de los pocos temas en los que convergen el Partido Ley y Justicia (PiS) y Donald Tusk. "En Polonia están obsesionados con la idea de que si se abren los Tratados, tendremos una Europa a dos velocidades y ellos se quedarán atrás. Para ellos, es impensable", explica Camino Mortera, jefa de la oficina de Bruselas del Centre for European Reform (CER). Para el europeísta Tusk, se añade el miedo de que ello se traduzca en convulsiones políticas internas, mociones de censura o un incremento de las fuerzas populistas y euroescépticas.

La era de los grandes pasos

La teoría es que la época de los cambios quedó atrás. La Unión Europea es un animal político que ha ido modificándose con los años. La época entre 1957 y 2009 estuvo protagonizada por grandes cambios que se tradujeron en sucesivos tratados que fueron haciendo a la Unión más federal y menos intergubernamental. El de Maastricht, en 1992, fue una auténtica revolución y puso al Partido Conservador británico rumbo al Brexit. Después llegó la Convención Europea liderada por Valéry Giscard d'Estaing, la fallida Constitución Europea, tumbada en un referéndum en Francia y Países Bajos, y a finales de la primera década del siglo XXI, Lisboa. Acordada en 2007, puesta en marcha en 2009. Esa nueva reforma, la última, llegaba en un momento de grandes cambios para la Unión Europea.

La parálisis posterior a Lisboa no se puede entender sin la ampliación de 2004. De golpe, el 1 de mayo de ese año, ingresaron en la Unión Chipre, República Checa, Estonia, Hungría, Letonia, Lituania, Malta, Polonia, Eslovaquia y Eslovenia. La UE pasaba de ser un club de 15 Estados miembros geográficamente más o menos concentrados en Europa occidental y con una experiencia de la segunda mitad del siglo XX, más o menos compartida, a una Unión radicalmente distinta. La época entre 1957 y 2009 fue una en la que, poco a poco, los Estados miembros iban renunciando a poderes y los iban entregando a Bruselas, al mismo tiempo que en el proceso de decisión se iba a apostando por reforzar el rol de la Comisión y el Parlamento Europeo. En resumen: una cesión de soberanía. Recién entrados en 2004, los nuevos Estados miembros, todavía acongojados por ser nuevos en el club y cegados por la esperanza del "sueño occidental" en el que debían seguir la estela de sus colegas que habían quedado en el lado libre del Telón de Acero, no frenaron el Tratado de Lisboa. Pero a partir de 2009, ese movimiento del péndulo hacia una cesión de poderes de los Estados miembros hacia la Unión Europea se ha frenado en seco, e incluso, de alguna manera, ha empezado a cambiar de dirección. Para polacos, checos, húngaros o eslovacos ceder más poder a Bruselas está fuera de cualquier posibilidad. No hay debate.

Y no es solamente el bloque de 2004 el que se opone a una reforma. Hay muchos otros Estados miembros que no tienen ningún apetito, como demostró la carta firmada por 13 Estados miembros en 2022. Mucho antes, en 2018, Mark Rutte, primer ministro de Países Bajos, cargó contra la "inevitabilidad" de la idea de una "Unión cada vez más estrecha", un lenguaje que calificó como "horrible", a pesar de que esa idea ya está incluso encajada en el preámbulo del Tratado de Lisboa. Para la visión holandesa que comandaba Rutte se podía seguir profundizando en la cooperación y en la integración, pero había que dejar a un lado los grandes gestos y el romanticismo federalista porque consideraba que eso había estado detrás de la salida del Reino Unido.

Foto: Protesta en el centro de Londres contra el Brexit, el pasado 23 de septiembre. (EFE/Isabel Infantes)

La buena noticia para los lisboetas, los que creen que no hay necesidad de reforma, es que la Unión Europea ha sobrevivido a más de una década de crisis sin necesidad de tocar el Tratado y ese es su mejor argumento contra el empuje reformador. Justo cuando entra en vigor el Tratado de Lisboa, en 2009, la era de la policrisis está empezando. Llega la Gran Recesión, la crisis griega, seguida de la crisis de refugiados de 2015 y 2016, el Brexit y la era de Donald Trump en la Casa Blanca. Cuando todo eso parece ya pasado llega la pandemia de coronavirus y después la guerra de Ucrania. Tantas crisis acumuladas y continuas que algunos académicos han pasado a hablar de la permacrisis.

Esta crisis constante obligaba a una acción a nivel europeo. Y ni el Parlamento Europeo ni la Comisión Europea tenían capacidad política para responder. Eso hizo que el Consejo Europeo, el foro de jefes de Estado y de Gobierno, asumiera un protagonismo absoluto y comandara la respuesta a todas las crisis de la última década y pico. Eso ha quitado protagonismo y poder a la Comisión Europea y al Parlamento Europeo. Los líderes son los maestros de la Unión y ya nadie lo discute. En ese nuevo marco de gestión de crisis la UE aprendió a ser flexible. Sobre el Tratado de Lisboa, la Unión ha sido capaz de encontrar soluciones creativas a toda una serie de crisis.

En la política europea hay un material más resistente que el diamante: el papel. "El papel lo aguanta todo" es una frase que se escucha mucho por los pasillos de Bruselas. Lo difícil es encontrar el consenso político, pero una vez existe, el Tratado de Lisboa es lo suficientemente flexible como para resistir lo que se quiera hacer. Y se ha comprobado a través de lo que Luuk van Middelaar identificó como la "política de la improvisación". La UE pasó de un animal tecnocrático a uno más político. Y se tomaron decisiones arriesgadas. Se rescató a países, el Banco Central Europeo (BCE) hizo compra de bonos de los Estados miembros en el mercado secundario e incluso se emitieron los famosos y aparentemente imposibles eurobonos. Todo con el Tratado de Lisboa.

Foto: El presidente Volodímir Zelenski sujeta la bandera de la Unión Europea junto a la presidenta del Europarlamento, Roberta Metsola. (Reuters)

En los últimos años, la UE también está aprendiendo casi por imposición de los acontecimientos de un mundo crecientemente volátil e imprevisible de ser un engranaje político a uno geopolítico. Aprender a hablar el lenguaje del poder, como señalaba al inicio de la actual legislatura Josep Borrell, jefe de la diplomacia europea. En el contexto de dos de las peores crisis de las últimas décadas, la sanitaria y la guerra en Ucrania, la UE no solamente no ha salido debilitada, sino que ha aumentado su peso de mano de la flexibilidad de los tratados. El Fondo de Recuperación Europeo o la compra conjunta de vacunas en el primer caso. La financiación del envío de armas a Ucrania, algo impensable hace poco tiempo, en el segundo.

Los tratados prohíben expresamente destinar un solo céntimo del presupuesto comunitario al envío de armamento a un país en guerra. Tirando de creatividad, una fórmula que en Bruselas conocen bien, la Comisión creó el Fondo Europeo para la Paz, una herramienta ad hoc, que nació con miras a estabilizar el Sahel, pero que tras la invasión rusa se ha convertido en el principal vehículo para el envío de material bélico a las tropas de Volodímir Zelenski.

¿Hace falta otro Tratado?

Pero y si todo eso ha sido posible con el Tratado de Lisboa, ¿hace falta uno nuevo? Esa es la pregunta que se harán aquellos que no tengan apetito por una reforma, los lisboetas. Los reformistas, por su parte, defenderán que se está empezando a apurar el margen de maniobra que permite el Tratado, que ya muchas de esas medidas que se han ido adoptando durante estos últimos años han generado tensiones, como por ejemplo el pulso entre el constitucional alemán y el BCE por la compra de bonos. En la mayoría de capitales todavía retumba el trauma del proceso de cocción de Lisboa. De su tortuosa redacción. Del doble rechazo a la Constitución de dos países de la talla de Francia y Países Bajos. Del final amargo donde se acabó salvando haciendo una suerte de batiburrillo flexible que ha mostrado su músculo en las dos últimas décadas. "No se quiere volver a pasar esa fase de negociación", afirma Mortero, que anticipa una ampliación futura de la UE a través de algún tipo de reforma más "superficial" para absorber a los ocho países que aguardan en la sala de espera.

Los lisboetas defienden que incluso se pueden hacer cambios importantes sin necesidad de reforma gracias al artículo 48 del Tratado de la Unión Europea, las conocidas como cláusulas pasarelas, que permiten abordar una de las principales reclamaciones de la mayoría de los reformistas: pasar de la unanimidad a la mayoría cualificada en prácticamente todos los ámbitos. Para el eurodiputado Ruiz Davesa ese argumento no es válido porque no se ha dado ningún paso en esa dirección hasta ahora. "No hay muchos incentivos para activar una pasarela porque los países que se ven perdedores no tienen una compensación. Nosotros pensamos que con una Convención Europea puede haber horse trading, negociación, compensaciones", explica el eurodiputado socialista a El Confidencial. En todo caso una reforma de los Tratados acabaría pasando por las manos de una Conferencia intergubernamental donde solamente están los Estados miembros y donde los elementos más federalistas del entramado institucional (la Comisión y la Eurocámara) quedan fuera de juego.

Y sí, Lisboa es enormemente flexible. Pero hay una grieta que se abrió con la agresión rusa a Ucrania, cuando se volvió a romper otro de esos debates tabú en Bruselas: la ampliación. La presidenta Ursula von der Leyen y Charles Michel, de la Comisión Europea y el Consejo Europeo, se lanzaron a abonar esperanzas en Kiev sobre el ingreso en la UE. Y una cosa es gestionar shocks externos, y otro asunto es una ampliación, algo que afecta directamente a la maquinaria europea, desde la toma de decisiones al presupuesto comunitario. "La ampliación es impensable con esa creatividad. Si hablásemos solamente de los Balcanes Occidentales o Moldavia, bueno, son países pequeños, pero no con Ucrania", analiza Mortero. La incorporación de este gigante de 40 millones de habitantes, que a la vez es el granero del mundo, alteraría la balanza del poder, enterraría la Política Agraria Común (PAC) y alteraría enormemente las cuentas. Un informe interno, adelantado por el Financial Times en octubre, cuantifica en 186.000 millones de euros la factura de la entrada de Kiev.

Aunque el ambiente sea frontalmente contrario a la reforma de los Tratados por un buen número de Estados miembros, es cierto que se está imponiendo un mensaje: si se quiere ampliar la Unión Europea hacen falta cambios institucionales importantes. En la cumbre de Granada de principios de octubre los jefes de Estado y de Gobierno discutieron sobre la futura ampliación y ellos mismos admiten que dicho debate va de la mano de una reforma institucional. La UE no puede operar con unanimidad en un club de más de treinta socios, no puede haber treinta o más comisarios y hace falta hacer cambios en el funcionamiento del club. "El debate ya no es reforma sí o reforma no, sino si es necesario tocar los Tratados para hacerla o no", señala Ruiz Davesa.

Foto: El presidente del Consejo Europeo, Charles Michel (d), y el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, ayer en Granada. (Europa Press/Dpa/Kay Nietfeld)

Para los reformistas, esta es la oportunidad perfecta. Esta ampliación viene patrocinada en gran parte por los socios de aquella entrada de 2004 que ha hecho totalmente imposible hablar de un cambio en los Tratados. Como todo en la Unión, el que quiere algo, algo le cuesta. El precio que algunos quieren ponerle a esa ampliación es la reforma institucional, aunque sea dentro del Tratado de Lisboa. Para los reformistas, hay que ir más allá. Otros creen que esa es precisamente una manera de frenar la ampliación por la puerta de atrás. Son muchos los Estados miembros que se han opuesto a la ampliación desde que en 2013 ingresó Croacia. Francia, por ejemplo, no ha querido oír hablar de ella. Como ahora políticamente es muy costoso oponerse pública y oficialmente a recibir nuevos socios en el club, especialmente por la cuestión ucraniana, existe una manera de cerrar esa puerta de forma elegante: establecer como condición previa una reforma institucional. Sabiendo que es tan complejo y explosivo saben que posiblemente equivalga a un veto sin tener que pagar su precio político.

Pero de nuevo, la reforma institucional ni siquiera requeriría tocar los Tratados. "Muchas reformas que son relevantes para la ampliación se pueden lograr sin cambiar el Tratado. Por ejemplo, ampliar la votación por mayoría o reducir el tamaño de la comisión podría lograrse mediante decisiones unánimes del Consejo Europeo", explica Stefan Lehne, un analista del think tank Carnegie Europe, haciendo referencia a las cláusulas pasarelas. "Se pueden realizar otras reformas a través del derecho secundario o interpretando el tratado de manera creativa. También se pueden incluir algunas medidas de reforma en los tratados de adhesión. Este ha sido el caso varias veces en el pasado", añade Lehne.

La batalla política

Para los que se oponen a una reforma, esta nueva intentona no deja de ser parte de una batalla política. Las instituciones europeas comparten un mismo espacio político y el Parlamento Europeo y la Comisión Europea siempre van a intentar ocupar más. Desde 2009 lo intentan hacer aprovechando los vacíos que puntualmente se generan. Ursula von der Leyen los intenta explorar en política exterior. Ahora se trata de intentar volver a conquistar un gran paso hacia delante y no hacerlo con base en los vacíos de poder, sino con el impulso de un Tratado.

Foto: El ministro del Interior italiano, Matteo Piantedosi, observa el inicio de un Consejo de Justicia y Asuntos de Interior. (EFE/Olivier Hoslet)

Para el grupo de eurodiputados que han potenciado el informe del Parlamento Europeo, el Consejo tiene que tomar el testigo. Con la votación en la Eurocámara el Consejo tiene que tomarla en consideración, aunque sea para tumbarla. Ruiz Davesa considera que si los Estados miembros sencillamente deciden ignorarla habrá un "conflicto interinstitucional" y el Parlamento lo podría llevar al Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE). El eurodiputado socialista recuerda que para convocar una Convención, es decir, el foro en el que se decide la reforma del Tratado, no hace falta una unanimidad, sino que basta con una mayoría simple. Su escenario "optimista", como él mismo lo define, le invita a pensar que podría haber una Convención Europea en marcha en 2025. "Lo que no puede hacer es no decir nada", defiende el eurodiputado, que espera que el asunto se lleve al Consejo Europeo, como señala el artículo 48 del Tratado.

Pero la realidad es que incluso aunque hubiera una mayoría simple, eso no representaría unas opciones reales de concluir una reforma con éxito. "Los gobiernos tradicionales [es decir, los no dominados por fuerzas euroescépticas o ultraconservadoras] se han mostrado reacios a lanzar un nuevo proceso de revisión de tratados. En primer lugar, las posibilidades de llegar a un acuerdo sobre reformas son pequeñas y, en segundo lugar, la ratificación de cualquier nuevo tratado estaría sujeta a un referéndum en varios Estados miembros, lo que, a la luz del ascenso de los populistas, sería extremadamente arriesgado. No se ha olvidado la experiencia del rechazo a la Constitución Europea en los Países Bajos y Francia", explica Lehne.

La realidad es que si eso ya era difícil en los últimos años, probablemente sea más complicado ahora. El bloque de 2004 sigue siendo increíblemente reacio a dar más poderes a un ente supranacional, y dentro de ese grupo hay posturas incluso todavía más radicales, como la del autoritario primer ministro húngaro Viktor Orbán, o el recientemente elegido Robert Fico, el populista primer ministro de Eslovaquia, en choque frontal con Bruselas. A ello hay que sumar la presencia de la extrema derecha en el Gobierno italiano, con Giorgia Meloni al frente, y, aunque todavía no esté claro si va a formar Gobierno, la victoria del líder de extrema derecha Geert Wilders en otro socio fundador, como es Países Bajos, con una plataforma euroescéptica, muestra que no hay nada parecido a un apetito popular por una fórmula de "más Europa" a través de una reforma de los Tratados que ofrezca más poder a la Unión. Todo eso unido a que en 2025 habrán pasado unas elecciones europeas en las que, de nuevo, las fuerzas euroescépticas habrán ganado todavía más terreno en el Parlamento Europeo.

Si hay un tema tabú en la Unión Europea, es la reforma de los Tratados. Es la auténtica caja de Pandora, el asunto que nadie quiere tocar demasiado en serio porque es altamente tóxico. Para algunos, es incluso un debate no nato. Todos saben que existe, que está ahí, pero todos saben que es imposible llevarlo a buen puerto. Desde 2009, cuando entró en vigor el Tratado de Lisboa, que venía a sustituir la fallida Constitución europea, nadie ha intentado abordar el asunto de verdad. Esta semana, el Parlamento Europeo ha votado una propuesta de reforma de los Tratados con la que busca agilizar la Unión, eliminar vetos y también preparar el bloque ante una posible futura ampliación a más de 30 socios, pero esta nueva intentona, lo más parecido a un intento real por lanzar una reforma desde 2009, tiene pocas opciones de salir adelante.

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