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Una defensa alternativa del turismo (sí, también el masivo)
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¿Querías turistas? Dos tazas

Una defensa alternativa del turismo (sí, también el masivo)

El turismo no ha estropeado el ecosistema —economosistema— que teníamos antes. La alternativa no es entre una mercería y una bicicletería, es entre la bicicletería y un local cerrado

Foto: Turistas en Essaouira. (EFE/Jalal Morchidi)
Turistas en Essaouira. (EFE/Jalal Morchidi)

"Canarias tiene un límite". "Mallorca no se vende". Por primera vez, el malestar generado por un turismo cada año más masivo se condensa en marchas organizadas en las regiones más turísticas de España. Algún día tenía que ocurrir, porque si bien el universo es infinito, la playa no. Ni el parque de la vivienda.

El precio de los pisos ha sido uno de los principales argumentos en las marchas que protestan contra la expansión del turismo sin control. Pero no es el único. Debajo de los argumentos económicos subyace un profundo y ya largo malestar por sentirse casi minoría en la propia tierra. O sin el casi. Baleares tiene 1,2 millones de habitantes. Y 14 millones de turistas al año. Hay zonas, dicen, donde ya no se puede hablar ni español, solo alemán o inglés.

No es solo Baleares. Tengo una amiga que vive en el centro de Madrid, a dos pasos de la Puerta del Sol. Por su calle pasan todos los días del año hordas de turistas, un flujo interminable, con guías, sin guías, en patinetes, en esas cosas rodantes que parecen manillares sobre bolas. En su calle ya solo hay bares, restaurantes, negocios de alquiler de patinete, de bicicletas y tiendas de suvenires con dibujos de señoras en traje flamenco y toreros. Los odia. Ellos le están robando Madrid, porque Madrid ya no es la ciudad que era, ahora es un parque temático.

Mi amiga tiene toda la razón. Yo también odio a los turistas. Desde mi infancia en Marruecos. Esa gente rara que gasta dinero a espuertas, dispara los precios de todo, distorsiona las formas de relacionarse, no entiende nada. Lo peor que me podía pasar de adolescente es que me confundieran con un turista. Los turistas lo estropeaban todo.

He cambiado de idea, porque un día me pregunté qué haría la tierra de mi infancia sin ellos.

Construida sobre un arrecife entre arenales, Essaouira no tiene nada de qué vivir desde que dejó de ser puerto de paso y punto de aduana para el comercio entre India e Inglaterra. La marroquinería no es una artesanía sostenible a gran escala: ovejas y cabras llevan siglos comiéndose el monte de Marruecos, acelerando la deforestación y desertificación, una vez talados los bosques que alimentaron en el pasado los astilleros locales. De los barcos de pesca que construyeron, muchos se van pudriendo en el muelle: no queda pescado. De esto, por supuesto, tienen la culpa los grandes arrastreros japoneses, rusos y españoles, pero si mi tierra pretendiera vivir únicamente del pescado, ellos mismos tampoco dejarían aleta de sardina.

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Ni basta con admirar la maravillosa alfarería tradicional, que ha dado riqueza a la ciudad vecina, Safi. No sabe usted el carbón que gasta un horno de cerámica, y no quedan árboles. Y no hablamos ya de las cajitas de madera con taracea hechas de las raíces de tuya. Con las raíces, ya que hay que arrancar el árbol para conseguir la materia prima. Pan para hoy, desierto para mañana. No, la economía tradicional del Mediterráneo no es sostenible, no lo ha sido nunca.

Las cajitas se siguen vendiendo en las tiendas de Essaouira, y es todo un atractivo turístico. Pero afortunadamente, la ciudad no tiene que vivir del margen de ingresos que deja este producto. Por cada dirham que alguien deja en un taller de marquetería, dejará otros veinte o cien en un hotel o restaurante. Ídem por las sandalias de cuero o de rafia. La artesanía local es una industria rentable gracias al turismo; no podría sostener la economía local si tuviera que exportarse. Solo funciona porque el dinero viene directamente hasta aquí.

Una década más tarde vivía en Cádiz, ciudad del mismo origen fenicio que Essaouira, rica como ninguna en España mientras el comercio se hacía con barcos de vela. Luego llegó el declive. La emigración. El paro masivo. En los años noventa había a cada rato huelgas en los astilleros cercanos, la única industria que aún daba trabajo a la ciudad y que se fue muriendo ante la competencia de Corea. Salvo un sector, el de los navíos militares. Por tanto, los obreros de Cádiz se manifestaban, lanzando tornillos de acero contra la policía antidisturbios, para que el Estado les garantizara trabajo construyendo buques de guerra. Sin plantearse cuántas guerras sería necesario hacer para que ellos pudieran seguir siendo orgullosos compañeros del metal.

placeholder Turistas en Essaouira (Marruecos). (EFE/Jalal Morchidi)
Turistas en Essaouira (Marruecos). (EFE/Jalal Morchidi)

Mientras tanto veíamos atracar en el puerto a otros buques, estos blancos y civiles, bajar a cientos de turistas, meterse en autobuses en el muelle, salir hacia Sevilla para visitar la Giralda, volver por la noche y embarcar de nuevo. El dinero pasaba por delante de nuestras narices, pero no tuvimos parte. Qué pena, dijimos, que no haya ningún empresario que sepa montar un circuito por Cádiz y retener aquí parte del maná, que buena falta nos hace.

Veinte años más tarde, Cádiz está tan harta del turismo como Canarias o Baleares. El casco urbano es casi un parque temático y el pescaíto frito se ha puesto en unos precios que los gaditanos no podemos ya pagar. Por no hablar de los pisos, que en verano cuestan tres mil euros al mes.

Lo que no recordamos es que hace 20 años tampoco pudimos pagarlos. Ni el pescaíto, porque no teníamos trabajo, ni el piso, porque estábamos viviendo en Madrid o Londres, en cualquier sitio donde hubiera un puesto de camarero o friegaplatos. O en Málaga, allí al menos había turismo masivo.

Hay solo una cosa peor que tener turismo masivo en la puerta de tu casa, y es no tenerlo.

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Porque no, el turismo no ha estropeado el ecosistema —economosistema— que teníamos antes. Mi amiga de Madrid se queja de que ahora hay un alquiler de bicis donde antes había una mercería con dos señoras que vendían hilos y aguja. Una pena. Aunque mi amiga nunca ha comprado agujas allí; no es costurera. Ni sus vecinas. La alternativa no es entre una mercería y una bicicletería, es entre la bicicletería y un local cerrado. El turismo reemplaza en general otros modelos de negocio que han dejado de funcionar.

Por supuesto se les podría buscar a la mercería un sustituto que no sea una tienda de abanicos con toreros. Piense en algún modelo de negocio. Pero no intente aferrarse a un pasado que ya no existe. Desde la Revolución Industrial en el siglo XIX, un poco más tarde en España, y ya en pleno siglo XX en los países al sur del Mediterráneo, una enorme cantidad de oficios ha desaparecido, como desapareció en algún momento el de tallador de hachas de sílex. La competencia industrial británica hizo descalabrarse sociedades enteras, y la primera reacción en muchos países fue emigrar hacia donde estaban las nuevas fuentes de riqueza. De la antaño rica Andalucía a Cataluña. De España y Portugal a Francia y Alemania. De Marruecos a España, hacia finales del siglo XX. Este proceso no lo va a revertir usted proclamando las bondades de una mercería.

El proceso no, pero el flujo migratorio sí se ha revertido. Y esto es una buena noticia. Si durante casi un siglo, la solución para un trabajador en paro era irse del país en busca de fortuna, ahora es la fortuna que viene aquí. La traen en el bolsillo de las bermudas.

Foto: Foto: Europa Press/Jesús Hellín. Opinión

El turismo masivo es un horror, pero de todos los horrores es el menos nocivo para el medio ambiente y el más sostenible, porque apenas destruye recursos naturales, más allá de la estética. Incluso esos monstruosos hoteles en primera línea del mar tienen un impacto ecológico menor que casi ninguna otra industria. Llenar una piscina gasta menos agua que regar una hectárea de cultivo de fresas. (Distinto es si hablamos de los campos de golf, pero el golf es lo contrario al turismo masivo: es de élite, deja dinero en un circuito muy limitado y no tiene apenas efecto sobre los precios de vivienda o restaurante en la zona). Contamina poco porque no se puede permitir estropear demasiado las playas que comercializa. Y encima, no mata.

Cuando hablamos con desprecio de España como país de camareros, dando por hecho que es más noble ser un obrero de la industria pesada, es porque nunca nos hemos planteado qué fabrica ese obrero. No son solo los compañeros de metal de los Astilleros de Cádiz, España es el octavo exportador de armamento del mundo, con casi 1.000 millones de dólares en 2022. Una parte muy pequeña del total de exportaciones de casi 4.000 millones, pero el resto se regula mucho más por las leyes del mercado.

Cuando se pide al Gobierno que invierta en la reindustrialización de la economía para no depender del sector servicios, ¿qué pensamos vender, y a quién? Nuestra sociedad de la abundancia no requiere más industria. Y la que requiere se suele situar lejos, en países de menor salario. Habrá quien propone traerla de vuelta: instaurando aranceles prohibitivos para que sea más caro comprar un bolígrafo made in China que uno fabricado en Albacete. Como no va a ocurrir, es ocioso especular adónde nos llevaría esa mentalidad de intervencionismo etnocentrista, pero con certeza a algo más incómodo que el oficio de poner cañas en un chiringuito de playa.

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Esto no quiere decir que los manifestantes de Baleares y Canarias no tengan cierta razón. Hemos pedido caldo y nos han dado dos, tres y diez tazas. Ya se sabe que no hay lugar con más miseria que un campamento de buscadores de oro con abundancia de pepitas, la llegada de dinero fácil provoca carestía. Lo contó Jack London hace cien años desde Alaska. Lo llamativo es que hiciera falta una manifestación para que los políticos, que cobran un sueldo por pensar, tomen nota de este síntoma obvio.

El problema de las tres, diez tazas

Hablamos de Baleares y Canarias porque son islas, en otras zonas, los trabajadores de la industria del turismo se van alojando simplemente en zonas periféricas, con largos caminos de ida al trabajo y menor calidad de vida. No nos gusta. Ir del extrarradio a la ciudad que una vez era nuestra para servir a unos extranjeros, no es que sea más incómodo que hacer el camino inverso, pero hiere más. Nos han expulsado.

Las islas no tienen periferia. Son la demostración de que el capitalismo salvaje no funciona. Por supuesto, el mercado se autorregulará en un momento dado. Cuando no queden en Baleares ni sanitarios, ni bomberos, ni policías, ni otros servicios públicos porque no pueden pagar un alquiler de vivienda con un sueldo de funcionario, la industria acabará colapsando, las agencias de turismo declararán la bancarrota y las islas servirán ya solo de set para rodar películas de distopia apocalíptica. No queremos llegar hasta ahí.

Una tasa de turismo, como ya se ha impuesto en algunos sitios, no funciona mientras sea simplemente un porcentaje de gasto asumible por la agencia de turismo y el hotel: subirán los precios y listo. Si deja de ser asumible, lo que hacemos es convertir la región en un destino de lujo extremo para ricos. Ya no habrá turismo masivo, pero quizás una economía aún más fuera del alcance del trabajador local. O bien se instauran dos circuitos de economía, la turística y la local, una especie de apartheid económico.

placeholder Bañistas en Palermo, Sicilia. (DPA/Alberto Lo Bianco)
Bañistas en Palermo, Sicilia. (DPA/Alberto Lo Bianco)

Me lo conozco de Marruecos: al turista se le cobraba sistemáticamente el triple que al vecino. En una sociedad en la que la palabra del tendero aún no ha sido sustituida por la etiqueta del precio, el tendero se veía impulsado a mentir. Para poder mentir sin remordimientos, tuvo que dejar de considerar al turista como semejante y hermano, era apenas un monedero con patas. Lo despreciaba cuanto más lo necesitaba y se despreciaba a sí mismo por necesitarlo. El apartheid económico se hizo mental y social. Funcionaba para ambas partes, pero no era sano para ninguna.

Ni es sano, ni es viable tampoco en una sociedad con etiquetas de precio y cobro automático. Y formalizar una economía de dos carriles, para extranjeros y locales, no solo es ya imposible en una Europa casi sin fronteras, sino que acaba perjudicando aún más al local, como sabrán muchos españoles que fueron a Cuba.

¿Y el remedio?

A grandes males, pequeños remedios. La principal queja de las manifestaciones parece ser la carestía de la vivienda, y esto se resolvería con una medida que lleva muchos años muy necesaria, con o sin turismo: un parque público de viviendas amplio y bien controlado.

Un freno legal al alquiler turístico asilvestrado, y un poco menos de hipocresía en prensa y redes. Porque si bien hay empresas que compran masivamente viviendas para ponerlas a precios exorbitados—deberían evitarse mediante unas sencillas normas legales—, una gran parte de las viviendas por días o semanas en España no las gestionan oscuros fondos buitre, sino gente de clase media que ha conseguido invertir los ahorros de una vida en un segundo apartamento. En Cádiz, ciudad universitaria, era habitual que lo alquilaran a estudiantes de septiembre a junio. Hoy sigue siendo un alquiler estacionario, pero a precio de oro en julio y agosto. Son esa parte invisible de la población española, y no tan pequeña, que se beneficia del turismo masivo y no sale a la calle a manifestarse en contra.

Hasta que de repente se queden sin servicios públicos, claro, porque nadie puede ya pagar la vida en su ciudad. Entonces también les sobrarán tazas del caldo que bebieron. Estoy pensando que no hace falta esperar tanto para ello. Pueden pasar años hasta que la falta de profesoras, médicos o bomberos haga la vida imposible al común de la gente, pero hay un gremio que puede forzar un cambio de política y la búsqueda de soluciones serias en tres días, si se organiza. También lo contó Jack London hace cien años en un relato breve y apocalíptico. Describía la huelga de los empleados de recogida de basuras de San Francisco. Piénsenlo.

"Canarias tiene un límite". "Mallorca no se vende". Por primera vez, el malestar generado por un turismo cada año más masivo se condensa en marchas organizadas en las regiones más turísticas de España. Algún día tenía que ocurrir, porque si bien el universo es infinito, la playa no. Ni el parque de la vivienda.

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