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Declive militar y depresión política: ¿es EEUU la URSS de 1980?
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La influencia de EEUU, en crisis

Declive militar y depresión política: ¿es EEUU la URSS de 1980?

Los factores que provocaron la caída de la URSS son los mismos que actualmente atraviesa EEUU y su sociedad. Todos los imperios se desmoronan y el país podría ser el siguiente

Foto: Vista del Marine One de camino a Camp David en el Aeropuerto Regional de Hagerstown, Maryland, EEUU. (Reuters/Amanda Andrade-Rhoades)
Vista del Marine One de camino a Camp David en el Aeropuerto Regional de Hagerstown, Maryland, EEUU. (Reuters/Amanda Andrade-Rhoades)

Hoy en día suena raro, pero la Unión Soviética tuvo su momento de auge. El modelo de planificación centralizada fue adoptado como guía para el desarrollo en diferentes latitudes. Los soviéticos tenían el Ejército más grande del mundo y el mayor arsenal nuclear. Sus neveras y sus coches eran una birria, pero sus metralletas y sus módulos espaciales fueron los mejores. La cuestión es que su imperio duró poco. Un día se desplomó como un señor de mediana edad estropeado por el tabaco, el alcohol y el juego. La perestroika nos permitió ver los estantes vacíos, la decrepitud moral y la obsolescencia económica. La visión cambió, y desde nuestras poltronas capitalistas dijimos: ¿cómo no iba un país así a perder la Guerra Fría?

Pero la borrachera de victoria en Occidente, particularmente en Estados Unidos, ha durado poco. Como ha observado el historiador británico-americano Neill Ferguson en The Free Press, 33 años después de que el hundimiento soviético desencadenase una época de unipolaridad y triunfalismo norteamericano, Estados Unidos está embarcado en una nueva Guerra Fría. Esta vez es contra China y con otra gran diferencia. En esta versión, EEUU es la Unión Soviética. La Unión Soviética tardía.

El conservador Ferguson, que da clase en la Universidad de Stanford y ha escrito varios libros de historia económica y geopolítica, no es nada sospechoso de desearle ningún mal a su país adoptivo. Pero argumenta que no hay que ser un lince para ver de qué lado están hoy el desencanto y la desidia.

Más allá de las enormes, obvias y fundamentales diferencias entre ambos sistemas, uno totalitario y de economía planificada, y otro democrático y capitalista, hay razones por las que EEUU recuerda a la URSS de los años setenta y ochenta. Entre otras, un déficit presupuestario aparentemente descontrolado, un ejército masivo que no gana guerras, un liderazgo gerontocrático y una infraestructura anticuada.

Foto: Una iglesia metodista en Seattle (Reuters/David Ryder)

Los servicios públicos son también impropios de su economía y existe una desconfianza sin precedentes hacia las principales instituciones nacionales. Además de la élite que por lo general se gradúa en las universidades de la Ivy League, se come casi todo el pastel económico y está a años luz de las sensibilidades de millones de sus compatriotas.

Empecemos por el estatus militar de superpotencia. Según Ferguson, para que un imperio siga siéndolo su gasto en el pago de la deuda nacional no puede superar el gasto en defensa. En el momento que esto ocurre ese imperio puede empezar a decir adiós a su influencia. “Esto fue verdad con la España de los Habsburgo, el antiguo régimen de Francia, el Imperio Otomano y el Imperio Británico”, escribe Ferguson, y añade que Estados Unidos está adentrándose en ese mismo territorio.

El pago de los intereses de la deuda nacional, que ya supera los 34 billones (trillions) de dólares, se duplicará previsiblemente para 2041, lo que puede obligar a Estados Unidos a reducir el gasto en defensa del actual 2,9% a un 2,3%. Y en una época de conflictos crecientes en todo el mundo, empezando por Ucrania, Oriente Medio y la escalada militar y tecnológica de China en el Pacífico Sur.

Foto: Foto: Getty/Manu Brabo.

En Washington, esto preocupa. “El Ejército de EEUU tiene escasez de equipamientos modernos, penuria de entrenamiento y de financiación para el mantenimiento, y un atraso masivo en las infraestructuras”, dice un reciente informe del senador Robert Wicker. “Está demasiado sobreextendido y pobremente equipado como para afrontar todas las misiones que se le asignan con un nivel razonable de riesgo. Nuestros adversarios lo reconocen y eso les hace más agresivos y aventureros”.

El texto se refiere a las Fuerzas Armadas americanas de 2024, pero podría referirse a aquellas Fuerzas Armadas soviéticas que, con más de 3,6 millones de soldados activos, no pudieron vencer en Afganistán tras 10 años de conflicto. La comparación con las eternas y estériles guerras de EEUU en Irak y Afganistán es tentadora.

Desconfianza y hartazgo

Pasando a otra arista, la falta de confianza en las instituciones es el légamo primordial del que emergen todos los problemas políticos internos. En la Unión Soviética las políticas de transparencia de Mijaíl Gorbachov demostraron la frustración, la rabia y el cinismo que habían acumulado los ciudadanos, dispuestos a socavar el régimen y a abrirle las puertas al populista Borís Yeltsin.

En EEUU, hoy en día, la confianza en las instituciones es casi inexistente. Un sondeo de Gallup dice que solo el 17% de los americanos confía en el sistema penal, un 14% en los medios de comunicación y un 8% en el Congreso. Un profundo descontento estructural que explica en buena medida el ascenso de Donald Trump.

El aspecto más a flor de piel, evidente también para quienes no sigan los datos de gasto militar o las encuestas de Gallup, es la degradación de los estándares básicos de bienestar en EEUU. Tras varios años de caída en la esperanza de vida, revertidos ligeramente según los datos preliminares de 2023, el estadounidense medio vive 76,4 años: cuatro menos que la media de los países de la OCDE y siete menos que un español. Si miramos solo a los datos de los hombres, la diferencia se ensancha. El índice de mortalidad del hombre estadounidense de entre 40 y 69 años es ya mayor que el índice de mortalidad del hombre ruso de la misma edad.

De todas las razones que pueden explicar este aumento de la mortalidad entre la población masculina de mediana edad de EEUU, la más importante son las llamadas “muertes por desesperación”: una categoría que engloba los suicidios, las muertes relacionadas con el alcoholismo y, sobre todo, las muertes por sobredosis, que se han cuadruplicado entre 2002 y 2022.

Foto: El Almirante Piñeiro (AJEMA) durante su discurso. A su lado, sentados, la embajadora Julissa Reynoso y el Secretario de Marina Carlos del Toro (Juanjo Fernández)

Si en la Unión Soviética había un problema de alcoholismo devastador, sobre todo entre los hombres, en Estados Unidos hay una devastadora epidemia de adicción a los opioides: responsables de cerca del 80% de las más de 107.000 muertes por sobredosis registradas en 2022. Si sumamos, como hace Ferguson, las 1,3 millones de muertes del alcoholismo entre 1990 y 2017, los casi 600.000 suicidios, la obesidad y la diabetes, se puede entender el desplome de la esperanza de vida y posiblemente el estancamiento de la productividad desde 2007.

Estos datos aterradores tienen su contexto. EEUU es un país donde el gasto sanitario por habitante, en relación a sus ingresos, es muy superior al de cualquiera de sus contrapartes europeos y donde tener un seguro médico solvente es casi un lujo. Sus proporciones de soledad también son mayores. En el espectro más humilde, datos como la mortalidad infantil, por ejemplo entre las madres solteras de las regiones pobres, están a niveles tercermundistas. Según estadísticas de 2022, una madre afroamericana tiene casi 4 veces más posibilidades de morir en el parto que una madre asiático-americana y 14 veces más que una española.

También es interesante la comparación ideológica. Estados Unidos sigue siendo un país extraordinariamente plural, pero la perspectiva que emana de muchas de sus universidades de élite y que se ha ramificado por el mundo mediático y corporativo, ha sido comparada con el lenguaje y las teorías de cemento que gobernaban la URSS.

El 'borsch' de la especulación periodística

La nomenklatura soviética usaba una retórica escolástica, oficialista y muchas veces inaccesible que predicaba la visión del mundo como una lucha continua entre clases sociales. Destilaba un barniz ideológico que lo dictaba todo, desde la enseñanza a las políticas públicas hasta los contenidos del cine y la literatura. Si se cambia la palabra “clase” por “raza” o por “género”, el paralelismo con la ideología woke está servido.

De la misma forma que muchos funcionarios soviéticos no se creían las nociones y los rituales que escenificaban en público, pero que se usaban como instrumento de control y conformidad, parte de las élites progresistas de EEUU no se creen aquello que promulgan en discursos y comunicados. De cara al público piden perdón porque la empresa para la que trabajan está en las tierras robadas a los indios Lenape. En privado echan pestes por tener que participar en estas ceremonias hipócritas.

El abismo entre los valores y prioridades de los licenciados en una universidad de la Ivy League (como Harvard, Columbia o Duke) con unos ingresos superiores a 150.000 dólares al año y de aquellos del resto de la población, es enorme. Por ejemplo, en cuestiones como el cambio climático o la salud de la economía (el 88% de los ivies dicen que sus finanzas personales mejoran, cuando solo al 5% de la población piensa así). Lo recoge un sondeo de Rasmussen. Una de las razones que pueden explicar la caída en la confianza en las instituciones y la aparición del populismo.

Foto: Joe Biden, en una visita a Francia para celebrar el aniversario de la Batalla del Desembarco de Normandía. (Reuters/Sarah Mayssonnier)

En la cumbre de todos estas factores estaría la imagen que da Joe Biden, muy parecida a la del líder soviético Leonid Brezhnev. Así lo comentan a menudo quienes vivieron aquella época del zastoi, el “estancamiento”, y están ahora viviendo esta. Un artículo de la revista Time de 1975, siete años antes de la muerte de Brezhnev, reconocía que había un “borsch de especulación periódística” sobre el estado de salud del secretario general, que muchas veces aparecía pálido y aletargado.

Ferguson añade otras razones un poco más forzadas y acrobáticas, como que la desorganizada respuesta a la pandemia del covid fue similar a la terrible gestión de la catástrofe nuclear de Chernóbil, o que el veredicto de culpabilidad de Donald Trump en Nueva York recuerda a la “justicia” soviética.

Como contraste, si bien China tiene sus propios problemas y no sería lícito comparar su opaco régimen de partido único con los vibrantes Estados Unidos de la Guerra Fría, su pujanza tecnológica es incuestionable , su inversión en capacidades navales y nucleares avanza al galope y tiene la voluntad de explotar los huecos que va dejando Washington en su cada vez más dubitativa política exterior.

La gran incógnita de los próximos 15 o 20 años es cómo se va a resolver esta rivalidad. En 1991, la Unión Soviética desapareció de forma semi-pacífica, como si, cansada de luchar, hubiera optado por la eutanasia. Quizás Estados Unidos se renueve una vez más en 2028, cuando llegue, de algún lugar, una brisa de aire fresco que traiga nuevas políticas. Quizás el régimen chino colapse por sí mismo, como sucede a veces con los herméticos y, por lo tanto, difíciles de auscultar, regímenes dictatoriales. Pero ahora mismo las tendencias no parecen apuntar en esa dirección.

Hoy en día suena raro, pero la Unión Soviética tuvo su momento de auge. El modelo de planificación centralizada fue adoptado como guía para el desarrollo en diferentes latitudes. Los soviéticos tenían el Ejército más grande del mundo y el mayor arsenal nuclear. Sus neveras y sus coches eran una birria, pero sus metralletas y sus módulos espaciales fueron los mejores. La cuestión es que su imperio duró poco. Un día se desplomó como un señor de mediana edad estropeado por el tabaco, el alcohol y el juego. La perestroika nos permitió ver los estantes vacíos, la decrepitud moral y la obsolescencia económica. La visión cambió, y desde nuestras poltronas capitalistas dijimos: ¿cómo no iba un país así a perder la Guerra Fría?

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