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La maldición de Joe Biden, más allá de la edad: dato no mata relato
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La maldición de Joe Biden, más allá de la edad: dato no mata relato

El presidente estadounidense, Joe Biden, reconoce su debilidad en el cara a cara contra Trump. Sin embargo, a pesar de su estado de salud, quiere seguir adelante

Foto: Joe Biden, en un acto de campaña en Carolina del Norte, el primero después del debate. (Reuters/Elizabeth Frantz)
Joe Biden, en un acto de campaña en Carolina del Norte, el primero después del debate. (Reuters/Elizabeth Frantz)
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El consenso es extraordinario y puede que sin precedentes en una campaña política: Joe Biden no está en condiciones de repetir mandato. Salvo por los altos cargos demócratas que defienden al presidente en público, todo el espectro de la izquierda, desde columnistas a políticos retirados y congresistas que hablan bajo condición de anonimato, dice que Biden tiene que renunciar por el bien del partido y de la democracia. Esto ya lo pensaba la inmensa mayoría de la gente en las calles y en los pasillos enmoquetados de las sedes de Gobierno. El debate del jueves contra Donald Trump solo ha roto el tabú.

Aun así, aunque solo sea por salir un momento de esta burbuja de pánico demócrata y euforia republicana en la que nos hemos metido, merece la pena señalar algunos matices y poner las cosas en perspectiva. Nuestros cerebros están conectados unos con otros a través de los móviles y las redes sociales y cabe la posibilidad de que nos hayamos vuelto un poco locos y un poco idiotas, tal y como sucede cuando nos juntamos en una manifestación, en un mitin o en un estadio de fútbol. Es una posibilidad remota, pero es una posibilidad, el habernos dejado arrastrar por el pensamiento de grupo.

Biden está muy mayor y lo hizo fatal. En principio, no hay mucho más que añadir, pero la historia nos recuerda que los primeros debates presidenciales suelen ser terribles para la persona que ocupa el cargo. Citando a media docena de dirigentes de campañas presidenciales y expertos en los debates, Megan Lebowitz, de NBC News, explica por qué Jimmy Carter, Ronald Reagan, George Bush hijo y Barack Obama tuvieron actuaciones en su día percibidas como desastrosas.

Una razón es que los candidatos opositores no gobiernan y no tienen que defender su gestión, así que son libres de criticar y atacar y contarnos lo fenomenalmente bien que lo habrían hecho ellos si estuvieran en el Despacho Oval. Aunque Donald Trump tuvo un mandato reciente, el que gobierna es Biden. Trump nos dijo que con él no hubiera habido inflación, se hubiera salido limpia y elegantemente de Afganistán, Vladímir Putin no hubiera invadido Ucrania y los atentados del 7 de octubre del año pasado —y las masacres subsiguientes en Gaza— jamás habrían sucedido.

Foto: Momento del debate entre Biden y Trump (Will Lanzoni / Zuma Press)

Otra razón es que la presidencia de EEUU es una jaula de oro en la que, pese al estrés del trabajo, todo fluye de manera suave y ordenada. El presidente va de ceremonia en ceremonia y es tratado siempre con el máximo respeto. Sus subordinados le llaman Mister President y se cuidan de no enfadarlo. Todo está organizado para que este pueda lidiar lo mejor posible con las presiones del cargo.

Pero luego, cuando este emperador que levita entre algodones se enfrenta a un rival sediento de sangre, un uno contra uno, frente a decenas de millones de personas, lo normal es que sea noqueado en los primeros asaltos. Él tiene que hacer campaña y gobernar la primera potencia del mundo. El otro, por otra parte, solo tiene que ocuparse de la campaña y lleva meses planeando cómo destruir y humillar a su adversario.

Para eso es para lo que están los segundos y los terceros debates: para que el presidente vapuleado se levante de la lona, se recupere y se cobre su venganza. Recordemos que el candidato demócrata John Kerry le dio un repaso al entonces presidente George Bush en 2004. Según una encuesta de Pew Research, más del doble de personas le vieron como el futuro ganador. Meses después perdió las elecciones.

A todo esto hay que añadir la dinámica mediática, sobre todo la dinámica mediática estadounidense. En la economía de la atención atraen mucho más las crisis, las catástrofes, el amarillismo y las historias de o todo o nada. Por eso todos los ciclos electorales, cada cuatro años, son "el más importante de nuestras vidas". ¿Se imaginan a los candidatos de 2028, sean quienes sean, diciendo, a ver, estas elecciones son importantes, pero, en realidad, las realmente importantes fueron las de 2024? Es imposible. El país tiene que decidir, siempre, entre un camino de luz y grandeza y uno de oscuridad y catástrofe. La apuesta siempre es a vida o muerte.

Foto: Una iglesia metodista en Seattle (Reuters/David Ryder)

En las primarias de 2020, por ejemplo, justo antes de la pandemia, Biden mordió el polvo en Iowa y en New Hampshire, las que representan las dos primeras citas. Las urnas que tradicionalmente cribaban a los candidatos menos prometedores. Aquellos días se formó una nube de críticas a Biden, del que ya se decía que estaba muy mayor y muy despistado. Había que abrir la puerta a la sangre nueva como Pete Buttigieg, por ejemplo. Biden, en cambio, mordió la bala, ignoró las columnas de opinión y las tertulias histéricas de la CNN, ganó en las primarias del sur, se encerró en su casa para ver cómo Trump se inmolaba en el covid y acabó llegando a la Casa Blanca.

Otro elemento es que el batacazo de Biden en el debate también tiene una dimensión trágica. El presidente estaba allí viendo cómo Trump le lanzaba paladas y paladas y más paladas de mentiras, hablando de mujeres que abortan legalmente a sus bebés ya nacidos, de terroristas-inmigrantes sembrando la destrucción, negando cosas que sí que había dicho, mintiendo sobre el déficit y el covid y Oriente Medio, presumiendo de haber aprobado leyes que en realidad había aprobado Barack Obama, etcétera. Nada de esto cuenta. Ninguna de estas mentiras tendrá efecto alguno en el electorado de EEUU. La posibilidad no es cercana a cero. Es cero.

Las razones que enarbolan los demócratas para defender a Biden es su historial de Gobierno. Por ejemplo, en la economía. La Administración Biden ha supervisado un PIB que bate las previsiones de crecimiento y adelanta al resto del mundo industrializado. Hay inflación, sí, pero está bajando y los salarios crecen más rápido. El paro sigue en mínimos históricos, pero también está en mínimos históricos la proporción de personas sin seguro médico. Sin embargo, las familias nunca han sido, de media, más ricas.

Pero, ¿qué piensa el estadounidense medio de todo esto? Una encuesta detrás de otra refleja un enorme pesimismo y una opinión negativa de la economía con Joe Biden. Un sondeo de CBS News dice que solo el 38% de los votantes cree que la economía es "buena o excelente" con Biden. Por otro lado, el 65% dice que la economía era "buena o excelente" con Donald Trump.

Foto: Biden y Trump en el debate. (EFE/EPA/Will Lanzoni)

La Administración Biden tiene otras señales de eficacia. Por ejemplo, el número de leyes caras y ambiciosas aprobadas en un Congreso donde las mayorías demócratas (hasta enero de 2023, cuando la cámara baja cambió de manos) eran de las más exiguas. En el caso del Senado, 50-50, con el voto de la presidenta de la cámara, Kamala Harris (también vicepresidenta de EEUU), para romper el empate. Barack Obama se quejaba de que los republicanos obstruían su agenda y era Joe Biden, que había pasado 36 años de senador, el fontanero que se lo solucionaba. Ahora, como presidente, Biden ha aprovechado sus amistades y experiencia parlamentarias.

Con Biden el Gobierno ha sido, por lo general, una máquina bien engrasada. Salvo por la excepción de los secretarios de Trabajo y de Vivienda respectivamente, Marty Walsh y Marcia L. Fudge, nadie ha dejado el gabinete de Biden. Para Trump esto es síntoma de debilidad, ya que, según él, Biden no tiene el coraje de despedir a nadie. Pero, en política, que el equipo siga siendo el mismo durante cuatro años suele ser una señal de funcionalidad, de haber seleccionado un equipo sin dramas ni demasiadas fricciones.

En otras palabras, en el debate había datos y hechos que destacar y defender, pero el balbuciente Biden no fue capaz de hacerlo. Es cierto que ofreció números concretos y correctos, pero lo hizo con un hilillo de voz, recurriendo a las mismas estructuras retóricas y sin ofrecer una narrativa coherente y seductora. Con Trump sucedió al revés. El republicano soltó un ejército de falsedades, pero lo hizo con aplomo, color y estructura. Sonaba más serio y más presidencial. Más convincente.

Parte de la raíz del asunto es exactamente esta. Cuando a Ronald Reagan la preguntaron cómo puede un actor ser presidente, este respondió con la pregunta contraria: ¿cómo puede un presidente no ser actor? Anoche la cita de Reagan fue validada: Trump es un excelente candidato, una fiera de los mítines y de la televisión, es oro para la polémica y, por definición, el periodismo. Como gestor acabó enredado en múltiples crisis simultáneas y dejó sus días en el oprobio de no haber reconocido su derrota y de haber azuzado un intento de golpe constitucional.

El Biden gestor no es propenso a ninguno de estos dramas. Pero es un mal candidato, un mal actor. Y está muy mayor. Este último factor es que ha lanzado al Partido Demócrata al pánico y a la desesperación. Pero Biden ha dicho que de retirarse, nada. La manera en que pasará a la historia quedará definida estos próximos cuatro meses.

El consenso es extraordinario y puede que sin precedentes en una campaña política: Joe Biden no está en condiciones de repetir mandato. Salvo por los altos cargos demócratas que defienden al presidente en público, todo el espectro de la izquierda, desde columnistas a políticos retirados y congresistas que hablan bajo condición de anonimato, dice que Biden tiene que renunciar por el bien del partido y de la democracia. Esto ya lo pensaba la inmensa mayoría de la gente en las calles y en los pasillos enmoquetados de las sedes de Gobierno. El debate del jueves contra Donald Trump solo ha roto el tabú.

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