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Vargas Llosa, emblema de los pijos de La Moraleja
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Vargas Llosa, emblema de los pijos de La Moraleja

Había quienes apuntaban que Vargas Llosa era el gran marginado por la academia sueca y que, al igual que Borges, nunca llegaría a recibir el premio

Foto: Vargas Llosa, emblema de los pijos de La Moraleja
Vargas Llosa, emblema de los pijos de La Moraleja

Había quienes apuntaban que Vargas Llosa era el gran marginado por la academia sueca y que, al igual que Borges, nunca llegaría a recibir el premio Nobel a causa de sus ideas políticas. El escritor solía ratificar por lo bajo esa idea, dando por sentado que entre las pocas mieles que la vida le iba a negar figurarían la presidencia de su país y la obtención del Nobel. Sin embargo, su concesión era cuestión de tiempo: estábamos ante uno de los grandes narradores de nuestro tiempo, estaba socialmente bien situado y, su militancia política,  más que un impedimento, era un punto a su favor.

Una de las primeras cosas que Vargas Llosa hizo al enterarse de la noticia, fue escribir en Twitter “Cuentas iguales”, expresión dedicada  a García Márquez, con quien zanjaba así una vieja enemistad. Sin embargo, nada más lejos de la realidad: hoy, en presencia pública,  en reconocimiento social y en importancia política gana Vargas Llosa por goleada. Además, García Márquez es parte de un tiempo que el peruano ha dejado atrás. Ambos compartieron tendencia política, pero Llosa despegó hacia otros lugares; García Márquez se quedó anclado en sus ideas, él supo evolucionar. No es extraño, pues, que hoy le contemple con esa displicencia que el ganador dedica a un rival acabado. Vargas Llosa está en el centro de la intelectualidad contemporánea, el colombiano ocupa un rincón político.

Varga Llosa (Arequipa, Perú, 1936), irrumpió en el mundo literario con una espléndida primera novela, La ciudad y los perros,   a la que siguieron obras tan notables como Conversación en La Catedral o Pantaleón y las visitadoras, en las que dejaba patente unas simpatías izquierdistas que le llevaron a coquetear con el partido comunista.  Con La Tía Julia y el escribidor, un divertimento de gran calidad literaria basado en la relación con su primera esposa, puso públicamente de manifiesto que su moral sexual era bastante más laxa de lo demandaban una derecha poco permisiva  y una izquierda que pensaba en términos de revolución económica y no de costumbres amorosas. Pero fue a partir de  La guerra del fin del mundo, cuando se hizo patente que el joven rojo se había transformado en un maduro neoliberal.

Encomendándose a la doctrina que Thatcher implantó en el Reino Unido y que Reagan impuso en EEUU, Jorge Mario Pedro Vargas Llosa se atrevió a dar el salto a la política, compitiendo en 1990 por la presidencia de Perú.  A pesar de partir con más de 40 puntos de ventaja en los sondeos respecto del desconocido Alberto Fujimori, acabó sucumbiendo ante el candidato sorpresa. Las heridas de ese proceso fueron notables, en tanto se granjeó algunas antipatías en su país que duran hasta hoy. Pero esa impopularidad en su patria era proporcional a las simpatías que ganaba fuera, gracias a su defensa de las doctrinas liberales.

No ha sido, desde luego, el primer intelectual de izquierdas que ha cambiado su discurso por el opuesto. Lo que le diferencia es la posición en la que ha terminado su viraje ideológico. Mientras que muchos de sus antiguos correligionarios han invertido por completo sus planteamientos, convirtiéndose en derechistas irredentos, cuando no en antisistema de derechas, Vargas Llosa forma parte de esa rama del progresismo que se ha acomodado plenamente a los nuevos tiempos, tomando cosas prestadas de uno y otro lado. Vargas Llosa puede conversar animadamente con Aznar de esas soluciones liberales y un punto rebeldes de la que ambos son partidarios radicales, pero también puede coincidir en tertulias con Juan Luis Cebrián criticando la guerra de Iraq y la cárcel de Guantánamo. Puede dar conferencias en clubes de la City, donde sus postulados siempre son recibidos, pero también encandila a esa progresía que hace bandera de los derechos de los homosexuales; puede redactar lamentos profundos por la muerte de las pequeñas librerías, lo que le granjea el favor de cierta intelectualidad, pero defiende sin fisuras los postulados económicos que la llevan a su fin, lo cual le procura las simpatías del mundo de los negocios.

No se trata sólo de que el autor de La fiesta del chivo sepa navegar entre dos aguas, algo que probablemente no le preocupe, sino que ese perfil le hace especialmente apto para nuestros tiempos. Hay una parte del pijerío nacional que ya no se distingue por vestir Lacoste, ir a misa y portar banderitas en el reloj, como ocurría en el pasado, sino que se declaran ciudadanos globales, creen imprescindible la emigración, apuestan decididamente por el medio ambiente y defienden los derechos de los animales. Y para esta progresía de La Moraleja, lectora habitual de El País, Vargas Llosa es el prototipo perfecto. Gran escritor, liberal en todos los sentidos y bon vivant, les aporta la suficiente distinción (y la suficiente separación del pijerío tradicional) como para tenerle por emblema. Ellos son quienes se alegran especialmente de que uno de los suyos haya recibido el premio. Era, sin embargo, cuestión de tiempo: tarde o temprano, el Nobel tenía que ir a parar a manos de uno de los representantes más evidentes de la intelectualidad oficial contemporánea.

Había quienes apuntaban que Vargas Llosa era el gran marginado por la academia sueca y que, al igual que Borges, nunca llegaría a recibir el premio Nobel a causa de sus ideas políticas. El escritor solía ratificar por lo bajo esa idea, dando por sentado que entre las pocas mieles que la vida le iba a negar figurarían la presidencia de su país y la obtención del Nobel. Sin embargo, su concesión era cuestión de tiempo: estábamos ante uno de los grandes narradores de nuestro tiempo, estaba socialmente bien situado y, su militancia política,  más que un impedimento, era un punto a su favor.

Una de las primeras cosas que Vargas Llosa hizo al enterarse de la noticia, fue escribir en Twitter “Cuentas iguales”, expresión dedicada  a García Márquez, con quien zanjaba así una vieja enemistad. Sin embargo, nada más lejos de la realidad: hoy, en presencia pública,  en reconocimiento social y en importancia política gana Vargas Llosa por goleada. Además, García Márquez es parte de un tiempo que el peruano ha dejado atrás. Ambos compartieron tendencia política, pero Llosa despegó hacia otros lugares; García Márquez se quedó anclado en sus ideas, él supo evolucionar. No es extraño, pues, que hoy le contemple con esa displicencia que el ganador dedica a un rival acabado. Vargas Llosa está en el centro de la intelectualidad contemporánea, el colombiano ocupa un rincón político.

Varga Llosa (Arequipa, Perú, 1936), irrumpió en el mundo literario con una espléndida primera novela, La ciudad y los perros,   a la que siguieron obras tan notables como Conversación en La Catedral o Pantaleón y las visitadoras, en las que dejaba patente unas simpatías izquierdistas que le llevaron a coquetear con el partido comunista.  Con La Tía Julia y el escribidor, un divertimento de gran calidad literaria basado en la relación con su primera esposa, puso públicamente de manifiesto que su moral sexual era bastante más laxa de lo demandaban una derecha poco permisiva  y una izquierda que pensaba en términos de revolución económica y no de costumbres amorosas. Pero fue a partir de  La guerra del fin del mundo, cuando se hizo patente que el joven rojo se había transformado en un maduro neoliberal.

Mario Vargas Llosa