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El día que Hollywood rescató a la CIA
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El día que Hollywood rescató a la CIA

A estas alturas todo el mundo tiene claro, aunque él se resista a creerlo, que Ben Affleck es mejor como director que como intérprete. El californiano

A estas alturas todo el mundo tiene claro, aunque él se resista a creerlo, que Ben Affleck es mejor como director que como intérprete. El californiano comparte síndrome con homólogos como Eastwood o Redford y sigue empeñado en protagonizar sus películas. Sin demasiada suerte, la verdad.

En Argo es el salvador, el héroe, un patriota con ‘hambre’ de Oscar. Se quedará con las ganas de una estatuilla, sin duda, pero se consagrará sin embargo con esta cinta como narrador, trasladando a la pantalla la historia de un hombre de la CIA que intenta rescatar de la embajada francesa en Irán, con la ayuda de la industria hollywoodiense, a seis americanos cautivos de la locura colectiva que se desató en aquel país tras la caída del Sha y la llegada de los ayatolás en 1979. Un hecho real rememorado en clave algo patriótica, pero con una solvencia en la realización digna de elogio.

Argo tiene el aliento del cine político de los 70, el de Pakula y demás directores de la época, pero es una película planificada con una vehemencia propia de Michael Mann. El director maneja a la perfección la cámara en mano, coloca con oficio a su operador y así elabora un arranque y un tramo final frenéticos, cuya fuerza queda diluida, eso sí, por un prólogo y un epílogo cuestionables. 

Tras Adiós, pequeña, adiós (2007) y de The Town (2010) no es extraño que Affleck apueste de nuevo por el thriller, aunque lo adereza esta vez con una subtrama cómica que funciona a la perfección gracias al talento interpretativo de John Goodman y Alan Arkin, excelentes secundarios del filme, que dan vida a la vieja guardia del Hollywood loco de aquella época, capaz de urdir el falso e insólito rodaje de una película de marcianos en Oriente para sacar de Irán a sus compatriotas sin levantar sospechas.

El humor funciona a la perfección como desengrasante de una trama que, sin ese oasis, quedaría revestida de una grandilocuencia quizá excesiva. Argo carece sin embargo, sin duda su mayor defecto, de una consistencia dramática real más allá de la generada por la adrenalina. Cuando su director se percata de esto e intenta otorgar una mayor profundidad psicológica al personaje principal, choca de forma estrepitosa contra una bandera llena de barras y estrellas. 

A estas alturas todo el mundo tiene claro, aunque él se resista a creerlo, que Ben Affleck es mejor como director que como intérprete. El californiano comparte síndrome con homólogos como Eastwood o Redford y sigue empeñado en protagonizar sus películas. Sin demasiada suerte, la verdad.